La cada vez más disminuida compañía avanzaba a paso ligero por las calzadas imperiales, sin hablar, sumidos en sus propios pensamientos. Marco dirigía la marcha, enérgico y con el ánimo ligero, silbando y tarareando viejos himnos y canciones amargas de amor, seguido de cerca por un vigilante Tácito. El leal soldado no parecía demasiado afectado por la partida de Inquira. Bien al contrario, el suceso solo había contribuido a mejorar su ánimo y aliviar su ira. Ahora todo encajaba en el mundo de Tácito, los enemigos estaban donde tenían que estar y los amigos también.
En cuanto a Sirio, Sirio caminaba el ultimo, perdido en sus inquietudes, solo y asustado. Veía la felicidad de su comandante, el alivio de su teniente, y se preguntaba qué hacia él en tierra de nadie, por qué estaba ahí, para qué. La Muerte le rondaba como una rapaz ominosa, y no conseguía distraer su mente de tan funestos pensamientos.
Iba a morir, ¿Verdad? Moriría sin volver a casa, sin volver a ver el rostro de su madre, ni el de su dulce Celia, sin ver otra vez los secos campos de Aelia, los niños jugando, el viejo árbol de ceniza, retorcido y enorme, sin ver el alba desde sus ramas una última vez.
Tenía miedo.
El rostro de Fidel acudía a él cada vez que dormía, su amable cara, preocupada y digna de confianza, justo antes de que un monstruo de pesadilla la destrozase como si de un huevo se tratase. La oscuridad le aterraba ahora más que antes, y le atenazaba el miedo a que lograsen su objetivo y sumieran al mundo en unas tinieblas sempiternas.
Sirio se había unido a la Hermandad como único medio posible de escapar a la horca. Había hecho cuanto le habían dicho, había cumplido con creces y había sido recompensado. Cuando le nombraron tutor su pueblo entero lo había celebrado y Sirio no podía imaginar un momento más feliz que aquel. Le debía mucho a la Hermandad y manso como era había aceptado cada orden sin rechistar, el perfecto ejemplo de disciplina. La obediencia lo era todo. No cuestiones, no dudes.
Y ahora estaba solo en su cabeza, examinando el concepto de la lealtad en toda su extensión, una tarea para la que jamás se había sentido capacitado.
Acamparon en una vieja cuadra y la primera guardia recayó en el arquero. Sirio clavó tres flechas en el suelo y dejó el arco al alcance de su mano, encordado y con una flecha presta a ser disparada. Luego se sentó y esperó, temblando cada vez que un arbusto se movía o el viento hacia caer una hoja. Habían pasado dos días desde el convenido por la loba para empezar la cacería, pero aún no se habían cruzado con ninguno de los monstruos que la seguían. Quizá tenía problemas para decidirse por un rastro ahora que Inquira ya no iba con ellos.
Un bramido espantoso resonó en el aire. Sonaba como un gran cuerno de caza, pero a la vez había algo animalesco, vivo, en su tono quebradizo y retumbante. No era el primero que oían y cada vez parecían más cercanos. Que el comandante pensara que aquel rugido era cosa de los endriagos no contribuía a la tranquilidad mental del inquieto Sirio, pero esta vez tuvo la impresión de que fuera lo que fuese lo que emitía aquel rugido era mucho más grande que aquellos monstruos lupinos. En el fondo Sirio ya sabía qué era lo que bramaba de aquel modo, pero se negaba a admitir siquiera la posibilidad. El solo recuerdo de Calvaria aún le provocaba escalofríos.
Un arbusto a su derecha se sacudió sin brisa alguna, y para cuando Sila salió de él, ya había una flecha apuntándole a la cabeza. En condiciones normales la vida del mercenario hubiera acabado en aquel mismo momento, pero Sirio estaba confuso y cansado y el mercenario había hecho el movimiento adecuado. Salió del bosque sosteniendo el cuchillo ante si con solo dos dedos y luego lo dejó caer a sus pies, levantando ambas palmas lentamente.
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Teatro de sombras
Viễn tưởngEn un mundo sin oscuridad, la suerte del Escudo, última tierra de la humanidad, se discute en torno a la mesa de una taberna, a escondidas del eterno Sol. Depende de un viaje a las ruinas de la civilización, una odisea sin retorno a la morada de be...