48. Vindex

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El alba era fresca en las llanuras del Valle, y un viento helado se colaba por las desangeladas ventanas de la Torre de los Inquira. Ileo se sacudió, presa de un escalofrío, pero Belone permanecía ajena al frío, calentada en aquel fuego suyo del que presumía.

El bardo bostezó y se frotó los ojos, cansado. Había perdido la costumbre de madrugar hacía ya mucho tiempo, pero era imposible seguir durmiendo con aquella fierecilla armando ruido. Así que se había buscado el asiento mas cómodo posible y se dedicaba a seguir las evoluciones de la última Inquira por la torre.

Una idea fortuita lo asaltó y se levantó a buscar papel y carboncillo. Mientras esperaba podía hacer un retrato de la chica, aquello siempre le ayudaba a recordar las historias.

Bocetó con trazos rápidos los perfiles de aquel rostro huesudo, la mandíbula cuadrada, las mejillas consumidas y las líneas de aquel cuello nervudo. Perfiló los labios delgados hasta formar aquella sonrisa torcida que era una segunda naturaleza para ella, la nariz dura y algo torcida, los ojos pequeños y aquella mirada endiablaba, ensombrecida por las gruesas cejas y la frente prominente. Enmarcó el rostro en cabello oscuro, liso y desigual, añadió alguna sombra, perfiló arrugas y pequeñas cicatrices y observó su creación con ojo crítico. No era su obra mas bella, pero la modelo no daba más de sí.

Rio en silencio su propio chiste, observando el boceto con atención. La risa se le heló en los labios cuando le llegó la voz de la chica desde su espalda.

—No está mal, aunque te ha salido demasiado femenina.

Ileo trató de esconder el boceto a toda prisa, antes de darse cuenta de la inutilidad de tal intento. Refunfuñó por lo bajo acerca de sus nulas habilidades pictóricas y trató de cambiar de tema.

—¿Ya se ha preparado mi señora para enfrentar al caballero Vindex?

—Lo de señora suena aún peor que lo de señorita. —la muchacha Inquira arrojó una pesada égida sobre Ileo, que la atrapó como mejor pudo, levantando un estruendo de mil demonios—. Sí, todo listo. Vamos.

Ileo apartó el pesado escudo, apoyándolo sobre una mesa, de la que resbaló para caer con estrepito al suelo. Se encogió ante el ruido, carraspeó y se preparó para lo peor.

—Yo no voy a acompañarla, dama Inquira.

—¿Cómo que no? Te necesito allá afuera. Además, querías pasar al templo ¿No?

—Oh, y lo haré. A su debido tiempo.

Belone se dejó caer en una silla cercana y permaneció un momento observándole en silencio, mientras el bardo contenía el aliento. El estallido que esperaba no llegó a suceder, solo hubo una pregunta.

—¿Por qué?

—Mi dama, no os debo explicación alguna. Hasta aquí han coincidido nuestros caminos, pero aquí también han de separarse. Os deseo la mejor de las suertes.

—No, no, no. Déjate de monsergas. —Ileo vio como los mecanismos tras su mirada iban girando poco a poco. Ojos de serpiente, calculadores y fríos—. Has dicho que no es el momento. ¿Por qué no es el momento?

Ileo valoró sus posibilidades. En condiciones normales jugaría la carta religiosa, pero aquella mujer parecía conocer los misterios del tercer dios incluso mejor que él. Cualquier mentira que hilase sería descubierta al instante. Optó por jugar la carta de la cobardía. Había algo de verdad en ella, al fin y al cabo.

—Confío vehementemente en vuestra victoria, mi dama, pero no quiero arriesgarme a quedar en malos términos con el caballero. Ruego me disculpéis.

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