32. La vigilia de los muertos

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Tácito recorría despacio los pasillos vacíos, donde solo los muertos habitaban. La oscuridad se enroscaba en torno a sus pies, susurraba desde su hombro, acariciaba sus manos con el roce furtivo de una suave brisa. Se repetía que era su imaginación, pero podía ver la oscuridad tomar forma.

Le hablaba, con dulzura y aprecio. "Mata a Marco Ofiskias" bisbiseaba en su oído mismo, con el suave ronroneo de una amante. "Te ha usado, y te seguirá usando", "No le importas, nunca lo has hecho" "Nuestro querido Santagro, pequeño Tácito Santagro, solo tú eres digno de cruzar estos pasillos". Hacía tiempo que había tirado la vela porque la oscuridad parecía guiarle. Se paraba a comprobar el camino cada cierto tiempo, pero lo cierto es que no había ninguna necesidad. Los espectros de Nyx también querían muerta a la Inquira.

Tácito sabía bien que el comandante le estaba utilizando. Lo sabía desde hacía tiempo, y sin asomo alguno de duda. Él mismo se lo había dicho. Marco había querido hacer de él su sucesor, pero todo lo que el benjamín de los Santagro tenía de habilidoso, le faltaba de carismático. Pronto fue evidente para ambos que Tácito no pasaría de ser un gran espadachín. Marco lo había invitado entonces a una jarra de vino y le había explicado cómo estaba el asunto. "Lo mejor que puedes hacer es largarte, chico" le había dicho "Si te quedas es para que te use como me de la real, y eso acabará costándote la vida, algún día".

No le importó entonces y no le importaba ahora. Tenía una deuda con el comandante y nunca terminaría de saldarla. Aquello era algo que también molestaba a Marco, y una de las razones por las que no le apreciaba, pero para Tácito el honor y la lealtad eran algo necesario y loable.

Las voces cantarinas de los muertos lo guiaron por otro pasillo a oscuras. Reían con dulzura, le susurraban juramentos de amor y le instaban a acabar con Inquira y el comandante. Traían recuerdos a su mente de los días felices, aprendiendo esgrima con el comandante y Melissa.

Melissa. Cada risa que oía, cada suave susurro, le recordaban a la nieta de Marco. Cuando llegó al caserón de los Ofiskias como protegido de Marco, pensó que un día se casaría con ella. Aquella niña de cabello cobrizo y ojos claros le fascinaba. Su primer y único gran amor.

Pronto fue obvio que aquello no sucedería jamás. Melissa era educada, inteligente y vivaz, se movía entre la nobleza como pez en el agua, manejaba a hombres y mujeres más sabios que ella como si fuesen títeres, tenía al mundo entero seducido. Lo más gracioso, reflexionó, era que absolutamente todos sabían que Melissa los estaba utilizando, pero a ninguno le importó nunca nada. Quizá esa era la mayor baza de aquella muchacha: hacía que uno se muriese por servirla.

Solo por una sonrisa suya, por aquella mirada profunda y curiosa, o por su aprecio, uno hacía lo que fuera, y de buen grado. Recordaba el caso de un mozo de cuadra que literalmente murió por ella, en un ataque de salteadores. Cuando recogieron sus cosas encontraron entre ellas un pastelillo reseco y viejo, guardado con mimo en una caja, cubierta con paja. La señorita se lo había regalado por cuidar de su caballo enfermo y el hombre lo había guardado como si de una reliquia se tratase.

Su familia solo había tenido palabras de aprecio para la chica en el funeral del hombre, y la propia Melissa acudió escaqueándose de sus tutores para decir unas palabras en honor de su lacayo. Ver a aquella familia destrozada llorando junto a la hija y nieta de sus señores, abrazados, perdonado todo porque nada había que perdonar, fue a la vez conmovedor e inquietante.

Ahora recordaba aquellos combates de práctica y quería darse de golpes. En su memoria era muy evidente que la chica se había dejado vencer, pero hasta aquel mismo momento no se había dado ni cuenta. Siempre le había hecho muy feliz pensar que quizá un día podría protegerla. Cómo de ingenuo había llegado a ser.

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