55. El principio del fin

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Belone se apeó de su montura y contemplo sobrecogida el enorme bosque que se extendía ante ella. Surgía de la tierra roja como una ciudad verde y espesa, y la vista se perdía en su oscuridad impenetrable, tan tupida que los rayos del sol eran apenas filigranas de oro en aquel paisaje umbrío. Hinchó los pulmones con el aire húmedo de la espesura y se volvió hacia su caballo, con gesto decidido.

Sacudió un par de sonoras palmadas a las ancas de la bestia, indicándole que se marchase, lo que desconcertó a aquel noble animal.

—Márchate —susurró por lo bajo— Vuelve a Lucerna o ve donde te plazca, pero lárgate.

El corcel empujó con ternura su cuerpo contra la alabardera, en un ruego mudo, pero la mirada de su ama no varió un ápice.

—No tengo uso para un caballo ahí dentro. Gracias, y adiós.

Belone avanzó hacia el bosque, viendo apenas por el rabillo del ojo como la bestia se alejaba, con trote pesaroso al principio, antes de lanzarse en un galope endiablado. Sonrió sin volverse, disfrutando de la sensación agridulce de la soledad, mezclada con el quejido apagado de sus quemaduras.

Se detuvo en el umbral mismo del bosque, sin saber muy bien el porqué. Suspiró despacio, con un nudo en la garganta. Cerró los ojos y gritó, gritó su tristeza, su miedo, su dolor, su soledad, su desesperación, hasta que el fuego volvió a arder en su pecho y la llama prendió de nuevo en su mirada. Inspiró hondo, por última vez, el aire de su tierra, y luego echó a andar, sin volver la vista atrás, cantando a pleno pulmón.

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La puerta del archivo de Lucerna se abrió con un quejido suave, oxidado, hasta franquear el acceso al bardo. La llama de su candil iluminó la estancia polvorienta, los tomos mal encuadernados, los legajos amontonados en las mesas astilladas, en los estantes deslucidos, en canastas de mimbre deshilachadas y sucias. La luz recorrió los pasillos empedrados, las losas quebradas, los recovecos sembrados de telarañas, los atriles vacíos y los tinteros secos, hasta posarse en una antigua mesa de copista, bella pese a la herida del tiempo.

La mano del bardo barrió el polvo de la madera, con una caricia cargada de melancolía. Luego las mangas del bardo se ocuparon de que la mesa quedase limpia y lista para el servicio, una vez más.

El bardo no tomó asiento de inmediato, sino que se dedicó a vagar por la sala abarrotada, moviéndose con precisión y cuidado, buscando ciertos legajos y tomos sin perturbar la integridad del resto. Colocó sus hallazgos en torre sobre la mesa, cambió el viejo tintero por uno nuevo, salido de sus alforjas, y comenzó a escribir. De vez en cuando consultaba alguno de los textos que había acercado, otras veces solo se centraba en su tarea, deslizando la pluma sobre el papel añejo con una gracia y velocidad envidiables. En cuanto terminaba una hoja la apartaba, asegurándose de dejarla donde la tinta no pudiese emborronarse, y atacaba la siguiente con ímpetu acalorado. Continuó sin pausa por espacio de varias horas, hasta que pudo contemplar el fruto de su trabajo ante sí, extendido por las mesas del archivo.

Sonrió satisfecho, una sonrisa amarga. Pronto sería el momento de enviar aquellas cartas, tan pronto como la Luna ocupase su lugar en el firmamento. Cartas con secretos aprendidos tras años de vagar, misterios que excedían la miserable comprensión de los hombres, instrucciones para llevar al mundo a su mismísimo fin.

Se sentó pensativo, acariciando con delicadeza el dije colgando de su cuello. Había sido infernal soportar las ganas de llevar a cabo aquel gesto tan familiar, aquel consuelo tan sencillo y automático, pero la muchacha Inquira no le producía la más mínima confianza. Devorada por aquel fuego suyo, tan ciega como atenta al mundo, una carta imprevisible, problemática.

"Pronto" susurró en silencio, mientras sus dedos recorrían la conocida superficie de su amuleto, deteniéndose en cada muesca, en cada surco, enredándose en el cordel. Contempló de nuevo sus cartas, dudoso.

El bardo no era un hombre violento. Deploraba el uso de la fuerza, la idea del combate le aterraba y repugnaba a partes iguales y la sola visión de la sangre le arrancaba arcadas. Había sudado y sufrido para echar los dos cadáveres al fuego, y hubiese preferido no tener que tocarlos.

Pero también era viejo, muy viejo, y el cansancio había terminado por hacer mella en él. El paso de las eras le había arrancado su ingenuidad, sus esperanzas, sus ilusiones. Había curado las heridas, pero el sufrimiento había dejado cicatrices en su alma, que no terminaron jamás de cerrarse. Ya solo deseaba la paz, el último descanso, pero no sin antes lograr su venganza.

Se levantó con muda decisión, devolviendo el colgante a su lugar bajo las ropas, y se dedicó a recorrer de nuevo la biblioteca olvidada, buscando los restos del saber compilado de la antigüedad, así como los frutos de sus viajes por todo el Escudo, resguardados del mundo en aquel recodo abandonado de la mano del tiempo y de los hombres.

Necesitaba saber más, prepararse para viajar, para visitar a viejos amigos, para avivar las llamas apagadas. Recogió su candil y, cargado con una cesta repleta de papeles, abandonó el archivo rumbo al templo. La oscuridad cayó de nuevo sobre la sala olvidada, ocultando en su negro vientre los capítulos, aún frescos, del libro del fin.

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Y con estos dos breves capítulos termina la quinta parte de esta obra y comienza la sexta y última. No se que ritmo de publicación tomaré en adelante, pero si de mi depende, acabaremos la historia antes de diciembre.

Pero no adelantemos acontecimientos. Aún queda bastante por contar :)

Gracias por leer y comentar!

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