64. El último paso

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Sadi cayó de rodillas, aún riendo con desesperación. No sabía si reía de felicidad o de miedo, ni le importaba mientras la risa mantuviese a raya a los fantasmas de aquel lugar remoto. Rio en medio de un mar de lágrimas igual que sus compañeros, y cada risa se alimentaba de la de al lado en un ciclo sin fin que los tumbó en el suelo.

El avare se acercó a ellos mientras se desternillaban y cogió la cabeza del brujo por la sucia melena. Apenas tuvo que tirar de ella para separarla del picadillo que era el resto el cuerpo, lo cual, de algún modo, era condenadamente gracioso. Mirar aquel cuerpo deshecho a sablazos resultaba hilarante, y sin poder evitarlo, Sadi se encontró al instante en el suelo, carcajeándose incluso más alto.

Entonces Yilmaz empezó a llorar, y sus lágrimas ahogaron la risa de los otros. El duate notó cómo se le formaba un nudo en la garganta, mientras una angustia imparable trepaba desde sus entrañas hasta adueñarse de su ser. Y de nuevo al unísono, todos los duates quedaron sumidos en un llanto doloroso, desgarrador y extraño, sin que ninguno supiese por qué lo hacían. Tan solo parecía lo más necesario, llorar hasta desgañitarse, limpiar el miedo, la desesperación, la locura, con cada aullido, cada sollozo, cada hipido. Lloraron presa de la congoja hasta agotarse, hasta que solo quedó en aquella colina el aroma del humo, el silencio y el sabor amargo de las lágrimas.

El avare los había observado sin hacer el más mínimo gesto, paciente y frío como siempre. Asintió cuando todos se incorporaron, y reanudo la marcha sin mirar atrás. Demasiado avergonzados como para mirarse, los duates le siguieron uno a uno, almas en pena a la estela de un demonio.

Deshicieron el camino que habían hecho, de vuelta hacia la ciudad y el árbol. Marchaban silenciosos, tristes, pero liberados del miedo por las lágrimas. Nadie se opuso a su camino, y todos los muertos que encontraron permanecieron tan muertos como debían estar, pudriéndose bajo el azote de las moscas.

Las fiebres volvieron a aquejar a Yilmaz, y al tercer día de marcha se desmayó. Taylan improvisó una parihuela y él y Murat se turnaron para cargarlo hasta que el muchacho pudo volver a andar, pero incluso entonces, andaba como uno de aquellos cadáveres, con la mirada vacía, poniendo un pie delante del otro una y otra vez, pero sin saber el porqué.

Ninguno quiso acompañar al avare junto al árbol. Todos y cada uno permanecieron al pie de las escaleras, junto al arco de entrada y esperaron en silencio el retorno de su líder y verdugo. Murat afilaba su espada, Yilmaz dormitaba y Taylan murmuraba algo en voz baja sin parar, perdido en su propia mente.

Pero Sadi había traspasado el umbral del agotamiento. Su vida ya no le importaba, su dolor, su pena, no valían nada. Mirando al moribundo Yilmaz alcanzó a comprender que a cuando no te queda nada, no puede perder nada. Se levantó y empezó a subir los peldaños sin mediar palabra. Ni uno solo de sus compañeros trató de detenerlo.

Ascendió la escalera rodeado por aquellos guerreros de madera. Permanecían silenciosos, sentados en las raíces, observando su paso desde lo más hondo de sus brillantes ojos. Sadi se preguntó cuánto saber se ocultaba en aquellos destellos, cuánto habían visto pasar aquellos sabios de la floresta. La sombra del árbol sobre él lo mantenía fresco, el arrullo del viento calmaba sus ánimos y el susurro de la brisa en las hojas era la música más melodiosa que pudiese imaginar.

Se sintió pequeño, muy pequeño en aquel mundo. ¿Qué eran sus preocupaciones ante la inmensidad del Escudo, ante su belleza? Se refugió en aquel pensamiento, y de algún modo en él encontró el coraje. Al menos lograría que Yilmaz volviese, al menos uno de ellos regresaría al hogar.

Sus ojos tropezaron entonces con los del avare. El espíritu descendía las escaleras con el amuleto de piedra en el puño. Sus ojos helados interrogaron con hostilidad al duate, pero Sadi no se amilanó. Realizó una rápida reverencia, y puso sus manos a hablar.

Habló al demonio de la belleza del árbol y del viento, y la mirada de aquel se volvió extrañada. Entonces Sadi formuló su petición, con gestos pausados y claros, bien meditados. La expresión del avare permaneció inmutable durante toda la pantomima, y su respuesta fue tajante. No, no permitiría que nadie abandonara la compañía. Le seguirían hasta el fin.

Sadi abrió los ojos sorprendido. Había esperado aquella negativa, pero de algún modo, no le enojó o frustró como pensaba que lo haría. En su lugar una sonrisa bailoteó en sus labios. Había descubierto que ya nada podía herirle, porque se encontraba en paz. Lo alcanzó e inició de nuevo su mímica, y el demonio detuvo su descenso, con gesto cansado. Negó aún después de oir sobre el estado del muchacho. Tampoco mencionar a Sule logró su favor, ni lo obtuvo ofreciendo su vida. El demonio se limitó a ignorarle, desechando con un gesto todas sus buenas intenciones.

Sadi lo observó descender, algo contrariado, pero muy lejos de rendirse. Volvió a vestir la mejor de sus sonrisas y se interpuso en el camino del avare, una última vez. Gesticuló con alegría, escribiendo sin palabras un pequeño chiste.

El espíritu detuvo su descenso y clavó en él una mirada extrañada. Con un ademán apresurado exigió al duate que repitiese sus últimas señas, y cuando así lo hizo, todavía se lo pidió una vez más. Luego se quedó parado, pensativo, durante un instante muy breve, pero lleno de esperanza. Un gruñido brotó de su garganta rota y el avare reanudó su descenso hasta llegar al pie de las escaleras, rechazando cualquier otro intento de Sadi.

Allí abajo, ante su maltrecha tropa, el avare pidió atención e indicó al intérprete que tradujese. Esperanzado, Sadi se plantó ante él, prestando absoluta atención a cada gesto, en busca de algo de compasión. Sus ojos se abrieron y su boca cedió mientras el avare desgranaba su mensaje, y cuando aquel acabo, cayó de rodillas presa de la congoja.

—¿Qué dice? —exigió Murat con cansancio.

Sadi se volvió en silencio, mientras su mente buscaba las palabras, hasta que encontró las más sencillas que podía hallar.

—Volvemos —logró decir, ahogado en llanto—. Podemos irnos a casa.

Taylan volvió de su desesperación para hundir su mirada con incredulidad en Sadi. Yilmaz murmuró las palabras "a casa", paladeándolas, embriagándose en su dulzura. Murat cogió al intérprete por los hombros y lo sacudió desesperado.

—¿Qué? —fue lo único que el asombrado soldado acertó a decir.

—Nos vamos. La deuda esta saldada, somo libres. Volvemos a casa.

El soldado buscó con la mirada al avare, incrédulo todavía, sin atreverse a dejar a la esperanza alcanzarle para luego marcharse. Pero el avare ya no estaba allí.

Se había ido, tan silencioso como había llegado, sin dejar un solo trazo de su existencia tras de sí. Sadi lanzó un grito de pura felicidad, extasiado en la libertad, en la esperanza, y pronto el resto se sumaron a aquel alborozo, con el corazón más ligero y la mente embriagada.

No esperaron ni un momento antes de recoger todo y emprender el camino de regreso. El retorno sería largo, pero cualquier bache parecía una nimiedad en comparación a lo que habían dejado atrás. Cruzaron las avenidas de piedra olvidadas, llenando de nuevo la ciudad con canticos y risas. Murat iba delante, ofreciendo su hombro a un exultante Yilmaz, y Sadi les seguía cantando a pleno pulmón, casi saltando de felicidad.

Solo Taylan conservaba en parte la calma. Agarró al intérprete por el hombro y le preguntó:

—Pero ¿Cómo...?

Sadi sonrió al chico y lanzó una carcajada estrepitosa, llena de vida.

—Le dije —respondió entre risas— "Ni los demonios tienen que ser siempre malos".

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