57. La frontera

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El pueblo de Ikinciev era un enclave prospero al sur del antiguo Toprak. La guerra primero, y los monstruos después, habían dispersado a la población del reino en todas direcciones, alejándola de las ciudades y enclaves comerciales, pero aun con toda la muerte y desgracia que el ascenso del Sol había sembrado, los vivos superaban en número a los muertos. La mayoría de los habitantes de Toprak subsistía todavía en su reino, en emplazamientos escondidos y alejados de las ruinas de su patria.

Ikinciev se asentaba sobre una colina, con la Gran espesura a apenas unos días de viaje, pasto más que suficiente y un pacifico río a los pies del pueblo, todo lo que sus asustados moradores consideraron necesario el día en que decidieron terminar con su huida. Las viejas costumbres duates perduraban entre las pequeñas casas de adobe, los hombres cazaban, las mujeres cuidaban del hogar y el fuego, y todos se arremangaban cuando había que cultivar o cosechar. Tenían una vieja curandera que conocía bien las hierbas de la llanura, un maestro que recordaba y enseñaba las letras y los números, e incluso un pequeño contingente de guerreros, mitad guardias, mitad cazadores, que vigilaban el perímetro del pueblo, manteniendo a salvo a sus habitantes de las ocasionales bestias y bandidos.

Yilmaz pertenecía a una de aquellas patrullas, cuya actividad se había vuelto frenética en los últimos días. Hasta tres hombres habían desaparecido del pueblo, sin dar explicación ni dejar rastro de ningún tipo, tres soldados veteranos, instructores famosos en el pequeño Ikinciev.

Todo lo que se sabía de ellos eran sus últimos movimientos: Mansur, el mejor cazador del pueblo, había abandonado su hogar al alba para no volver nunca. Alp, el mejor espadachín de la comunidad había salido de su hogar al anochecer, para inspeccionar un ruido, según dijo su mujer. Reis, el jefe de los guardias, estaba patrullando cuando desapareció. Se había separado de sus ayudantes para buscar algo por su cuenta.

Era poco, muy poco, y los soldados ya no marchaban en guardia si no era por parejas. Había quien hablaba de bestias salvajes, pero ninguna bestia se llevaba un cuerpo sin dejar un rastro. Otros hablaban de que había un cazador de hombres en la zona, pero tampoco parecía posible que un desconocido pudiese entrar en Ikinciev como si nada.

Lo cual dejaba la huida voluntaria o lo fantasmagórico, y quienes disfrutaban con aquellas historias macabras se encargaban de azuzar el miedo en los jóvenes, para temblar luego en privado por sus propios cuentos.

Todo aquello pasaba en desordenada sucesión por la cabeza de Yilmaz mientras Taylan abrevaba a los caballos. Era un día cálido, sin llegar a caluroso, y el brillo trémulo del Sol en el horizonte disipaba todas las sombras y hacía que todo aquel asunto pareciese muy lejano, como si hubiese sucedido en una leyenda.

Aquella mañana tenían que patrullar la zona del altar del fuego. No era el mejor enclave antes de las desapariciones, pero desde entonces se había vuelto incluso menos popular. Demasiado alejado del pueblo, del resto de la gente. El altar del fuego era una pequeña explanada a algunos minutos del pueblo, donde habían construido una gran hoguera techada que la dama del fuego se ocupaba de mantener encendida en todo momento. A nadie le gustaba el fuego cuando el Sol golpeaba aquella latitud con tanta fuerza, pero era un mal necesario, para cocinar, para forjar, para las flechas o los matojos. Había otra hoguera en el pueblo, pero su posición en lo alto de la colina hacía que a veces se apagase sin más. El altar, por contra, estaba sito al pie de una loma y bordeado por un pequeño bosquecillo que mantenían la llama resguardada y la proveían de alimento cuando era necesario.

A los soldados no les gustaba permanecer allí, alejados del mundo, rodeados de arboles y con la gruta de los ancestros a apenas unos pasos, pero para el pensativo Yilmaz y el callado Taylan aquello era el paraíso. Además, la dama del fuego, Sule, era una muchacha hermosísima, con el cabello ensortijado y negro y la risa más cálida que imaginar uno pudiese, por la cual Yilmaz bebía los vientos en silencio.

Teatro de sombrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora