24. Tres velas (I)

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La noche llegó y el calor se volvió sofocante bajo el tupido follaje, una sensación húmeda y abrasadora que se negaba a desaparecer, empapándolos en un sudor cálido y molesto que parecía atraer a los mosquitos y otras alimañas. Un tronco caído, devorado por el musgo y cubierto de pinocha, ofreció un refugio improvisado para pasar la noche con la espalda cubierta. Marco decidió que montarían guardia, a lo que el resto dieron su aprobación, pues ninguno valoraba la palabra de la loba como para no hacerlo. La suerte fue adversa al arquero y a Inquira, por lo que ambos recogieron sus armas y se dispusieron a realizar la primera guardia.

Era una precaución vana, más motivada por el orgullo que por el instinto o la razón, pues todos sabían que, si aquellas fieras los emboscaban entre los árboles, sus posibilidades eran poco más que nulas. El anciano comandante fue el primero en caer rendido, en un sueño pesado y libre de preocupaciones, mientras su segundo permanecía acostado, quizá dormido, quizá escuchando.

Lo curioso era que Inquira, la espalda apoyada en un árbol y lanza en mano, temblando de miedo mientras prestaba atención a cada sombra y sonido, estaba disfrutando de aquello. La vida corría por sus venas como un veneno ardiente, palpitando en cada músculo y en su cabeza. Su mente estaba despierta, frenética, valorando todas las posibilidades una y otra vez, y cada nervio de su cuerpo estaba en tensión, pero sus labios no podían evitar curvarse de alegría. En aquel momento, con su loriga cubierta de sudor y escalofríos recorriéndole la espina dorsal, tiritando de miedo y nervios, se sentía mil veces más feliz de lo que lo había estado en años.

No hubiera querido estar en ningún otro sitio. La mitad de las criaturas de aquellas tierras podían acabar con su vida al mínimo descuido, y la otra mitad lo haría sin parpadear. Todo el terror de aquel viaje no podía competir con la vida que aquello le daba.

Ansiaba bailar en la hoja de una espada, apostar con la muerte y descuartizar a quien se interpusiese en su camino. Gritar de felicidad, llorar de alegría y cantar de miedo, dar y recibir, combatir hasta agotar la llama que ardía en su pecho, hasta que su fuego consumiese el mundo.

Por eso respondió con brusquedad a las llamadas de atención del arquero.

—¡¿Qué?!

—Yo... perdón. Solo quería, bueno yo...

—Habla de una maldita vez, mamarracho.

—Vaya, perdón. —El arquero estaba confuso y asustado, pero la compasión por los titubeantes era algo que Inquira no entendía, así que le clavó una mirada como para fulminarlo en el sitio—. Solo quería decirte que... me pareció increíble lo que hiciste en la basílica.

—¿Eso es todo?

—Bueno, y en la montaña también, pero lo que quiero decir, lo que quiero decir... —Inquira puso los ojos en blanco mientras el chico buscaba las palabras—. Quiero decir que te admiro. Sería genial ser como tú.

—¿Qué quiere decir como yo?

—Es que yo, en fin, no soy valiente ni fuerte y todo esto me asusta mucho. Pero tú elegiste venir aquí, porque quisiste y bueno, que te lo agradezco. Perdón.

Inquira gruñó de hartazgo y apuntó al muchacho con la lanza.

—Yo estoy donde quiero estar. Vi mi oportunidad y la aproveché. Lo mismo sirve para ti.

—Yo solo sigo ordenes...

—Pobre imbécil. —A Inquira se le escapó una carcajada sorda y graznante—. Esa es la gran diferencia entre nosotros. Yo elijo mi camino, tu solo tiemblas y esperas a que te digan que hacer.

Teatro de sombrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora