Capitulo 1

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París, 1638, XVII

―¡Joder! Ya he vuelto a pisar una mierda. ¡Están por todas partes! Esos putos caballos no comen tanto para lo mucho que cagan.

Opie se apoya en mi hombro y tira con fuerza hasta que consigue sacar la bota de una pequeña montaña de estiércol. Aún está húmeda. «Recién plantada», pienso.

―Qué asco―masculla entre dientes.

―Si mirases por dónde caminas...

―Un hombre no puede ir por ahí con los hombros hundidos y la mirada clavada en los zapatos, Gaby.

Le miro, despacio, de arriba abajo. Sigue intentando limpiarse, pero más adecuado sería que lanzara esas botas al río de una vez. Tienen las puntas descoloridas, los cordones rotos y el cuero cuarteado y agrietado. Ni siquiera los vagabundos llevan los zapatos como los lleva él.

―Ah, ¿no?

Se coloca las enormes solapas de la única chaqueta que tiene. Las ratas le han roído casi todas las costuras, así que está llena de hilos huérfanos y dobladillos descosidos.

―Por supuesto que no.

Da un último repaso a sus botas y reanudamos el paso. Yo me vuelvo una última vez para ver toda la mierda desperdigada por el camino.

―Mira, Gaby. Dulce e ingenua Gaby. ¿Ves la manera en la que me muevo? Los pasos amplios, las miradas pícaras a las rameras, la forma en que esquivo los charcos... Mantener la barbilla alzada y la espalda recta desprende seguridad en mí mismo. Y la seguridad en uno mismo promueve un sentimiento de respeto en los demás. Y tener el respeto de los demás es el primer paso para ser alguien en la vida.

―Ya.

―Tu no lo entiendes. ¿Cómo vas a hacerlo? No eres más que una mujer, y las mujeres sois conformistas por naturaleza. Pero los hombres somos distintos, Gaby. Los hombres tenemos el poder de este mundo, manejamos países y encabezamos ejércitos, expediciones y viajes a lugares inexplorados.

―Pero si tú ni siquiera sabes manejar una espada.

―No, pero...

―Y no te he visto subir a un barco jamás. Lo más cerca que has estado de atravesar el mar es cruzar el Sena en la barca de un pescador. Y te mareaste. Te vomitaste en los zapatos. ¿Te acuerdas? Eh, Opie, ¿te acuerdas de que te vomitaste en los zapatos?

―Si Gaby, me acuerdo. Me acuerdo porque no dejas de contar esa historia una y otra y otra vez. Y solo para avergonzarme. Para dejarme en ridículo.

―Es una historia muy divertida, Opie. Y cuando la gente se ríe no se ríe de ti, se ríe contigo.

―Ya. Seguro. Pero, ¿sabes qué? Cuando sea un tipo respetable ya nadie querrá escuchar esa estúpida historia. Probablemente ni siquiera te crean. «¿Opie? ¿El elegante, inteligente, aventurero y rico, que digo, riquísimo Opie, mareándose en una barca de río? No Gaby, tú no eres más que una mentirosa. Y probablemente una envidiosa también.»

―Nadie dirá eso.

―Oh sí, claro que lo dirán. Solo dame tiempo. Solo tengo que esperar a una buena oportunidad y... ¡Zas! Aferrarla con fuerza para que no se escape.

Le coloco la mano en el pecho para que se detenga. Sobre nuestras cabezas, desde una ventana abierta, una mujer arremangada lanza el contenido de un orinal a la calle.

―¡Mira dónde lanzas tus desechos, mujer! ¡Casi nos empapas!

Esta le enseña su dedo corazón, y después de dedicarle un par de bonitas palabras a Opie, cierra la ventana.

Sangre azulDonde viven las historias. Descúbrelo ahora