Capítulo 36

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Un par de monaguillos barren entre los pasillos y abrillantan los bancos de la catedral. Enzo se queda a cierta distancia, observando la arquitectura del lugar sin poder evitar mostrar cierto asombro. Quizá nunca ha estado aquí. Yo, por mi parte, es la primera vez que piso un lugar santo.

Me pregunto qué opinión tiene Enzo sobre lo que he hecho. Él es un hombre correcto, al que no le gustan los engaños o los complots. Latimer nunca ha sido de su agrado, ni del agrado de nadie, pero no sé si cree que desterrarle ha sido una buena idea. Después de todo le he arrancado la vida de las manos y le he obligado a empezar de cero. Claro que, ¿qué preferiría? ¿Qué dejara que le ahorcaran? No, si supiera que eso iba a ocurrir no le hubiera inculpado. No hubiera sido capaz de mandar a alguien inocente a la muerte, por muy venenosa que fuera la ponzoña que suelta por la boca. Y por otras partes de su cuerpo.

―Ave María Purísima.

―Sin pecado concebida.

Me acomodo la falda del vestido en el minúsculo cubículo y miro al cardenal, al otro lado de un panel de madera enrejado, que se santigua antes de besar la cruz de oro que le cuelga del cuello.

―¿Hace cuánto tiempo no te confiesas?

―Nunca he tenido tiempo.

―¿En qué ha pecado, hija mía?

―He culpado a un hombre de algo que no ha hecho.

―¿Y qué es eso de lo que le has culpado?

―De intentar matarme.

Hay un breve silencio. El cardenal Breslau, con la vista clavada en la puertecita de su lado del confesionario, murmulla:

―¿Y por qué has hecho algo así?

―Porque no era una buena persona, y consciente de que el verdadero culpable no iba a ver la horca al amanecer, he decidido aprovechar la oportunidad de deshacerme de una mala persona.

―Ya veo.

―¿Cree que es un grave pecado? Porque si es así puedo confesar la verdad... ¿Cree que debería decir la verdad? ¿Cree que debería acudir al rey y decirle que la persona que ordenó a un hombre que envenenara mi bebida fue el mismísimo cardenal Breslau, Eminencia?

No mueve un solo centímetro de su cuerpo durante unos largos segundos en los que no sé cómo va a reaccionar. Con un leve suspiro, alza la mano llena de anillos y descorre la puertecilla que nos separa. Hace un breve y minúsculo gesto de desagrado, pero nada más.

―Supongo que he pecado de impaciencia. Lo reconozco, mea culpa. Pero reconozco que creí que sería mucho más sencillo. Algo rápido. Me equivoqué, es evidente.

―¿Le han ordenado asesinarme?

―Soy cardenal de la iglesia de Francia. Las únicas órdenes que recibo provienen de Roma.

―Ya entiendo. ¿Con quién conspira entonces?

―Oh querida, ya conoces esa respuesta. El enemigo duerme bajo tú mismo techo desde hace tiempo, lo sabes.

―¿Y qué le han prometido? Si puede saberse, claro...

―Poder, como es obvio.

―¿No tiene ya mucho?

―Nunca es demasiado. Pero, dime, ¿quién ha sido el que ha cargado con la culpa?

―Latimer Freaud.

Levanta un poco las cejas.

―Sí, lo conozco. Se creía lo suficientemente importante como para estar en conversaciones privadas. Claro que no es él quien tiene la culpa de que se permita esas licencias... Es inteligente, pero su error es ser demasiado avaricioso.

―Es irónico que vos digáis eso, Eminencia.

Sonríe.

―El poder y el ascenso también toca techo. Hay un momento en la vida en la que ya no puedes seguir subiendo, y la actitud más cautelosa que se debe tomar en ese instante es la de contentarse con lo que se ha conseguido. El techo de Latimer Freaud llegó hace tiempo y por casualidad. No era más que el hijo de una minúscula casa arruinada y que ya ni se consideraba noble. Protegido del príncipe y fiel consejero de la reina y su bastardo. ¿Qué más quería? Debió conformarse, pero no lo hizo. ¿Y a qué le ha llevado eso? Al desastre―suspira―. Por desgracia algunos no tenemos la suerte de poder resignarse. Yo miro hacia arriba a veces, buscando mi techo, pero no soy capaz de vislumbrarlo aún. Todavía me queda mucho a dónde llegar―vuelve a suspirar mientras se arregla las cejas con las puntas de sus meñiques―. Dime querida, ¿qué va a pasarle al pobre diablo de Latimer ahora? ¿Van a ahorcarlo?

―Ha sido desterrado.

―¿Y a mí soldado?

―Ahora mismo está de camino a un barco que le llevará a Inglaterra para empezar una nueva vida.

Breslau sonríe.

―Eso es muy generoso teniendo en cuenta que ha intentado matarte. Permíteme un consejo Gaby. Para el futuro: No dejes cabos sueltos. Siempre pueden regresar a provocar terremotos cuando menos lo esperes.

―No seguiría sus consejos ni aunque fuera la última persona de Francia.

―Oh Gaby, la muerte es algo natural, no te tomes mi intento de asesinato cómo si no te apreciara. Me caes bien, tienes valor, eso es algo que admiro. Además, siempre se puede cambiar de opinión...

―¿Quiere cambiar de bando?

Hace un mohín y se encoje de hombros.

―Podríamos llegar a un acuerdo.

Una parte de mí quiere hacerlo. Una parte de mí es consciente del poder del que dispone del cardenal y quiere ofrecerle algo que deje de convertirle en una amenaza. Eso sería un movimiento inteligente, estoy segura. Pero no puedo. Siempre me he fiado más de alguien que traiciona a otra por un par de monedas que le permitan comer que de alguien que no llena más que una bolsa a punto de reventar. El cardenal es la clara imagen de alguien avaricioso, que no tiene amigos, que no le importa vender, delatar, abandonar o conspirar. ¿Cómo puedes fiarte de alguien así? Quizá la reina o Theodore o quien sea con quien esté aliado no necesite eso, la confianza, pero yo no quiero rodearme de personas que al darme la vuelta tenga que asegurarme de que no van a apuñalarme por la espalda.

―Lo siento, pero mi relación con la iglesia nunca ha sido demasiado buena.

―Gabriella...

Alarga la mano antes de que pueda ponerme en pie, atraviesa su cubículo y me sostiene de la muñeca.

―Te advierto de que soy un peligroso enemigo...

―Incluso para sí mismo, cardenal.

Me deshago de su mano, y cuando salgo del confesionario, le escucho trastear con sus pies hasta abrir la puerta y abalanzarse hacia mí. Nuestros pasos retumban por toda la catedral. Me aferra nuevamente de la muñeca y me hace volverme hacia él. Muy cerca de mí, mantiene su dedo índice alzado al cielo.

―No te confundas, niña. Latimer no es más que una mota de polvo en palacio, y que te hayas desecho de él no significa que puedas hacer lo mismo conmigo. Ten cuidado.

Le obligo a que me suelte, y cuando echo a caminar hacia Enzo, que vigilaba la escena de lejos, el cardenal alza la voz e inunda cada rincón oscuro de este sitio:

―¡Nocrea que no hay manzanas podridas en su jardín, princesa! ¡Solo hace falta queuna se corrompa para que el resto las siga!fy;text-inden/��|v� 

Sangre azulDonde viven las historias. Descúbrelo ahora