Capítulo 31

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Un farolillo con los cristales pintados de rojo delata en la oscuridad la posición de la casa Lena. La puerta está abierta y Lu, el hijo más pequeño de Marie, una de las chicas con más antigüedad, juguetea con una pelota hecha de jirones de tela. Cuando escucha a alguien acercarse en la lobreguez, se coloca tieso como una estatua y se acomoda una chaqueta que le queda enorme por todas partes. Quien sabe de dónde la habrá sacado. Con la barbilla alzada y ligeramente de puntillas, espera a que tome forma para sonreír abiertamente y abrazarme las piernas.

―¡Cuánto tiempo sin verte por aquí, Gaby!

Le revuelvo el pelo.

―¿De dónde has sacado esa chaqueta? ¿La has robado?

Niega con la cabeza. Tiene el color más bonito que he visto nunca, un color tostado como el café molido y mezclado en leche. En medio de la cara, como dos grandes estrellas, unos ojos azules y profundos.

―Me la dio un tipo.

―¿Qué tipo?

Se encoje de hombros.

―Estaba en el callejón. Era soldado y no dejaba de gritarle a la gente que una guerra se avecinaba con una botella de brandy en cada mano. Como me paré a escucharle, me dio su chaqueta como agradecimiento. Mira, incluso tiene manchas de sangre. Dice que fue de una batalla.

―Vaya, sí que es verdad. Es sangre.

Sonríe, conforme con su adquisición, y yo entro a la casa. Me dirijo directamente al despacho, pero entonces alguien grita mi nombre y yo me vuelvo hacia el comedor con un respingo. Etta, que se limpiaba, abandona la esponja dentro del cubo y trota hasta mí colocándose la falda. Me envuelve con sus gruesos brazos y me zarandea de un lado a otro.

―Por el amor de dios, niña. ¿Qué te traes entre manos? ¿Dónde andas metida?

Tira de mí para que entre al comedor. Lottie, Agnes y Celia están allí.

―No hay trabajo―dice Lottie con la voz aburrida mientras reparte cartas―. Debe ser que todas las esposas de esta ciudad están en casa esta noche.

―Estrangulándole los huevos a los borrachuzos de sus maridos―añade Celia.

―Si... Eso es lo que les gustaría a ellos. Gaby, ¿juegas?

Me siento y Etta arrastra la silla muy cerca de mí. Cuando aparto la vista de la baraja roída por las esquinas la miro. Apoya las manos bajo la barbilla y levanta las cejas muy despacio, interrogante.

―¿Y? ―dice al fin.

―¿Y qué?

―Que en qué diablos andas metida, Gaby. Acabo de preguntártelo y tú has hecho como si no me escucharas. Pero no estás sorda, que yo sepa. Dime. Di la verdad. A mí no me mientas, ¿eh? Estás desaparecida, tu padre y tu hermano se han largado. ¿Qué está pasando?

Las chicas me miran con curiosidad, aunque no creo que insistieran demasiado como lo haría Etta si decidiera no hablar del tema. La gente viene y va en esta ciudad. Un día están y al siguiente desaparecen. Es el pan de cada día, ¿por qué tanta insistencia? Balbuceo unas palabras sin demasiado sentido esperando que con suerte se conviertan en una frase con algo de coherencia mientras reviso mis cartas.

―Han ido a visitar a un familiar―murmuro al fin―. Está enfermo. Muy enfermo. Está, ya sabes, pachucho. No sé cuándo volverán, la gente hoy en día tarda mucho en morir.

Etta me mira con los ojos ligeramente entornados.

―¿Y por qué no los has acompañado?

―Oh, porque no la caigo bien. Es nuestra tía, una tía lejana, y la mujer me odia. No quiere verme por nada del mundo. Ya sabes, líos familiares.

Sangre azulDonde viven las historias. Descúbrelo ahora