Capítulo 26

3.9K 393 39
                                    

―¿Ha pensado en lo que hablamos, milady?

―Por desgracia para mí, Jarvis, hablamos de muchas cosas a lo largo del día. No pretendas que intente acordarme de todas.

Dibuja un breve e imperceptible mohín.

―Las damas de compañía. ¿Ha tenido tiempo para pensar en ello?

―Oh, por supuesto, no tengo otra cosa más en la que ocupar el día que en pensar. Nunca podría haber imaginado que era algo tan agotador sentarse y mirar por la ventana y no hacer nada más que pensar, pensar y pensar.

Carraspea ligeramente incómodo. Enzo nos sigue un poco más atrás, con el tintineo de sus espuelas resonando por el suelo. Él apenas habla, no es más que una sombra que mantiene la distancia. Y lo agradezco. Apenas soy capaz de soportar a un Jarvis cómo para tener a dos persiguiéndome por todas partes.

―Enzo.

Avanza.

―¿Sí, mi señora?

―¿Tú sabes para qué sirve exactamente una dama de compañía?

Frunce el ceño y lo piensa un momento.

―Bueno, creo que actúan como ayudantes de cámara, pero sobre todo son confidentes y amigas.

―Los amigos no se eligen. No puedes señalar a alguien y decirle: «A partir de ahora vas a ser mi amigo.»

―Puedo organizar una reunión con las interesadas―dice Jarvis―. Invitar a algunas chicas nobles de un par de casas respetables para tomar té y pastas. Así podría conocerlas y hacer una elección.

―¿Cuántas necesito? ¿Tres? ¿Quince? ¿Veinticuatro?

―Servirán con un par, señora―dice de manera cansada―. Pero asegúrese de elegirlas antes de su presentación en sociedad.

Me detengo frente a las puertas de mi cuarto asignado. Es horriblemente grande y edulcorado.

―¿Señora?

―Quiero ver a todas las sirvientas jóvenes de palacio. Tráelas aquí, aquí mismo.

Jarvis me mira de manera interrogante, pero no llega a formular la pregunta que le ronda por la cabeza. «¿Qué se propone?»

―En seguida.

Se apresura a alejarse. Enzo se queda a mi lado, con esa postura rígida y formal que tiene siempre, siguiendo su estela con la mirada curiosa. No estoy muy segura de sí es de su agrado a ver cambiado de protegido. No sé si preferiría seguir al rey, que se pasa los días encerrado en su gigantesco despacho firmando cartas y plasmando sellos reales o si seguirme a mí, que no hago más que dar traspiés y provocar tropiezos en los demás. Sea como sea no va a decírmelo, y en caso de que le preguntara, seguramente tendría una respuestas tibia y cortés que no significaría nada.

―Dime Enzo, ¿tienes familia?

―Esposa y una hija mi señora.

Las imagino agradables y educadas, humildes pero elegantes. No lo suficientemente ricas cómo para tener un montón de vestidos pero sí lo suficientemente lejos del umbral de la pobreza cómo para comer cosas cómo pato, o carne.

―Oh mira―digo dando una palmada―, ahí vienen. Ha sido rápido.

Las chicas caminan con paso alegre, recogiéndose los bajos de las faldas para no tropezar, hasta que se ponen en fila visiblemente nerviosas. Llevan esos vestidos sobrios color polvo y el pelo recogido en un mismo moño bajo y aburrido. Con las manos entrelazadas sobre el regazo y la vista clavada en el suelo, parecen casas pegadas las unas a las otras, de distintas alturas pero con la misma fachada.

Sangre azulDonde viven las historias. Descúbrelo ahora