Capítulo 62

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Paso muchas horas allí, junto a un grupo de soldados fieles, mirando una pared con los ladrillos al descubierto. Enzo está arriba, junto al resto de la guardia. Los escucho correr arriba y abajo y darse órdenes, pero no es hasta que pasan unas horas cuando empiezan a escucharse los primeros gritos. Un disparo. El sonido del acero al salir de su funda.

El corazón me late muy deprisa, y aunque permanezco en la sala con tres salidas y escapatorias posibles durante un rato, al final me pongo en pie y avanzo por los pasillos. Los soldados intentan evitarlo pero al final simplemente me siguen. Busco una ventana, algo que me deje ver lo que ocurre en la plaza, pero cuando me deslizo por uno de los pasillos escucho un golpe seco. Una puerta reventarse. Una puerta recién tapiada que da al Sena y que utilizaba para entrar y salir sin ser vista hace lo que parece una eternidad. Los soldados se disponen a correr para enfrentarlos, pero yo les detengo. Probablemente sea inútil. Probablemente sean muchos más de los que somos nosotros. Probablemente pretendan entrar por dos flancos distintos y rodearme. Les ordeno que tiren las antorchas y caminamos a tientas hasta abandonar las catacumbas. Las conozco bien, así que no nos cuesta regresar a palacio. Cuando subimos intentan bloquear la puerta con muebles, aunque no creo que sea muy efectivo. Se escuchan tiros. Es sumamente extraña la tranquilidad que se respira aquí dentro mientras fuera la multitud muere. Sin poder evitarlo, me detengo en una ventana y contemplo cómo la guardia real intenta mantener la verja cerrada. Hay humo por todas partes y antorchas encendidas. Cuando con un quejido amargo la verja se abre, una multitud se abre paso hacia la corte.

―Deprisa milady.

Subimos las escaleras. Con el corazón desbocado, nos dirigimos a mis aposentos. Ya los escucho. Les escucho entrar, gritar, pedir mi cabeza. Escucho sus botas chirriando sobre la baldosa y las órdenes que exigen buscarme. Me pregunto si la reina querrá matarme con sus propias manos, igual que hice yo con su hijo, o le dejará el trabajo al cardenal. Quizá me obligue a tragar un poco de veneno. O me ate en una celda y me deje morir poco a poco de hambre. Con suerte me resisto y un soldado me atraviesa con su espada. Probablemente, esa sea la mejor manera de dejar este mundo. No. Eso no va a ocurrir. Tengo un plan. Y ese plan va a funcionar. Mi vida depende de ello.

―¡Entre, entre!

Un tumulto de soldados dobla la esquina y se precipita hacia nosotros. Son demasiados para que puedan ganar y, aun así, mis soldados se mantienen firmes frente a mis puertas. Ni siquiera sé por qué me defienden. Probablemente ni siquiera ellos lo saben. Son soldados, esa es su obligación. Probablemente sería la respuesta de todos. Incluso de ellos mismos. Entro en el cuarto, cierro, y bloqueo la puerta con una silla. Conozco este sitio. Conozco este dormitorio. Y aun así, esta noche me parece más frio, desagradable, extraño e irreconocible que nunca. Quiero hacerme un ovillo y cubrirme los oídos con las manos para no escuchar lo que ocurre, pero luego me obligo a seguir el plan. Esto es parte del plan, Gaby. El plan que tú misma has organizado. Claro que había muchas cosas con las que no contaba. Que Lottie muriera, que Philip apareciera en mi vida, que el cardenal terminara envenenado... Pero sobre todo, que la reina secuestrara a mi padre y hermano. Eso lo hace tambalear todo. Eso hace que todo esté a los pies del precipicio.

Escucho una batalla en el pasillo. Luego, luego silencio. Ahí, de pie, sin poder llegar a tragar saliva, doy un paso tembloroso hacia delante. Un golpe seco en la puerta me hace retroceder de nuevo. La silla se tambalea y unas astillas alrededor del pomo de la puerta vuelan por los aires. Cuando choco con los pies de la cama, corro hasta la ventana más cercana y la abro. Abajo está la plaza, pero no la plaza que yo conozco. No hay un solo espacio en el que quepa una persona. O un caballo. Paso una pierna. La puerta está a punto de ceder. Paso la otra. Cuando comienzo a deslizarme por la marquesina, escucho un golpe que destroza una de las bisagras. Miro más allá de la plaza. De la verja. Miro al puente que atraviesa el Sena. Allí, con una gran hoguera de color azul que impide el paso o la huida, veo al cardenal. Supongo que esperaba que la reina fuera lo suficientemente valiente cómo para ser ella misma la que encabezase esto, pero no es así. Probablemente esté en un lugar tranquilo, bebiendo vino, esperando que alguien llame a la puerta y le diga que ha ganado. No, es el cardenal quién está al mando. Y junto a él, con dos soldados vigilando cada uno de sus movimientos, mi padre y mi hermano. Les reconocería en cualquier parte. En la distancia, en la oscuridad, entre el humo de una batalla. Son ellos. Tras una última patada, la puerta de mi dormitorio cede y cae. Pero ya es tarde. Ya me he colado por una de las habitaciones y me asomo al pasillo. Tras un grupo de hombres que corre hacia la dirección contraria en la que estoy, salgo del dormitorio y troto. Cojo una espada de un soldado muerto que mancha una alfombra y me escondo, para avanzar poco a poco hasta llegar de nuevo al piso principal. Es imposible que atraviese la plaza a pie, así que corro hasta los establos y tomo uno de los caballos, que se mueve aterrorizado en su cuadra.

Sangre azulDonde viven las historias. Descúbrelo ahora