Capítulo 58

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El plan sigue en pie. El plan sigue en pie. El plan sigue en pie. Es lo único que me repito una y otra vez. A pesar de todo, a pesar de este imprevisto que no había calculado, sigue en pie. Puede seguir funcionando, quizá con algunas pequeñas variaciones, pero...

Cómo suponía, prácticamente toda la guardia real espera en palacio. Es probable que el capitán quiera hacer algunas investigaciones y preguntas respecto a lo que ha ocurrido con el cardenal, pero eso pasa a segundo plano en cuanto la verja se cierra tras nosotros. El grito que emana de la garganta de Victoria se me antoja como la máxima expresión de vida que puede ofrecer. Es su límite a expresar al mundo. Un sonido lastimero, lleno de dolor, de rabia, de impotencia. El cuerpo del príncipe Theodore ha estado en el carruaje hasta que Enzo ha recuperado el conocimiento y ha insistido en volver a montar a su caballo. Entonces lo hemos trasladado al carro, no sin esfuerzo, y lo hemos dejado ahí, cubierto por una manta, hasta regresar a París. Cuando Victoria se recompone, con los ojos rojos y la nariz mocosa, se abalanza contra mí. Hay varias reacciones. Algunos se colocan entre ambas para evitar cualquier contacto físico. Otros desenfundan ligeramente sus espadas, confusos. Otros pocos se quedan quietos cómo estatuas, sin saber cómo reaccionar. Grita. Me amenaza. Las venas del cuello se le hinchan y se dibujan bajo su pálida piel. Probablemente su voz se escuche por todo París, así que el capitán del ejército insiste en que entremos a palacio.

―¡Convoco al consejo! ―grita con la voz desgarrada.

Se limpia la cara con rabia y, con el pecho ascendiendo y descendiéndole con ansiedad, baja la voz y repite:

―He dicho que convoco al consejo.

La sala del trono se llena hasta que las puertas apenas pueden cerrarse. Está la guardia, está el consejo, están las damas de la reina y mis damas, en una esquina. Está Jarvis, están todos los sabiondos que me han dado clase en todo este tiempo. Y está Enzo y el resto de mis salvadores, unos pocos soldados que permanecen con el gesto serio y sus uniformes llenos de sangre que no es suya. Me veo sentada, con mi propio uniforme lleno de sangre, envuelta en tronos vacíos, frente a un grupo de hombres, diez en total, vestidos elegantemente con sus medias blancas y sus trajes de chaqueta. También está el cuerpo del príncipe. Victoria lo ha hecho traer hasta aquí y ahora reposa en el suelo, empapado de sangre seca, con su madre de rodillas junto a él.

―Ha intentado matarme―digo cuando el primer ministro me pregunta qué es lo que ha ocurrido de camino al valle.

Mi voz suena cómo un silbido, ronca y debilitada. Cada vez que hablo me duele la garganta y no puedo parar de tragar saliva para intentar aliviar el dolor.

―Y no es la primera vez que lo hace. Ni él, ni la reina Victoria, ni tampoco el cardenal o cualquiera de sus aliados.

La multitud se mueve, inquieta, ante una noticia que ya todos conocían. El primer ministro, un hombre de barriga prominente y no demasiada altura, se manosea la barba, blanca, espesa y cuidada, con gesto pensativo.

―Esas acusaciones son muy graves. Es consciente, ¿verdad?

―Lo soy.

―¿Tiene alguna prueba para demostrarla?

―No. Obviamente se han cuidado mucho de no dejar ningún rastro.

―¡Mi hijo no tenía ningún motivo para matarte! ―grita la reina, de nuevo a punto de las lágrimas―¡Él era el legítimo heredero!

―Su hijo es un bastardo, milady. El hijo de una reina española, de tierras enemigas que no dejan de confabular contra nuestro país. Probablemente querría aliarse con España. ¿Quién le culparía? Es su sangre la que corre por sus venas. Puede que yo sea una mujer, pero al menos soy francesa. Mucha gente se sacaría los ojos antes de ver a un español en el trono de Francia. Eso no es más que un insulto a nuestra patria.

Sangre azulDonde viven las historias. Descúbrelo ahora