Capítulo 25

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―Lo siento mucho.

Entre sollozos sin lágrimas, Theodore intenta cogerme de la mano, pero yo la aparto con aspereza. Mientras balbucea palabras inteligibles intentando apelar a mí benevolencia, aparto ligeramente la cortina para averiguar cuanto queda de camino hasta Notre Dame.

―No debí actuar por mi cuenta. Perdóname, madre.

Agacha la cabeza cómo un perro al que su dueño acaba de apalear.

―¿A quién usaste?

―A algunos guardias. Guardias fieles.

―Podría haberlos reconocido―aprieto la mano con tanta fuerza que siento cómo las uñas se me clavan en la piel.

―Llevaban los rostros ocultos. Era plena noche.

―Y aun así fallaron.

―Debieron retirarse en cuanto vieron que Philip Marsac la acompañaba. Pero no lo hicieron, y cometieron una terrible estupidez.

―¿Están muertos? ¿Están todos muertos?

―Sí.

―Mejor.

Me coge de las manos. Esta vez lo hace con la suficiente firmeza como para no poder retirarlas.

―Te juro por Dios que no volverá a ocurrir.

Le miro. A veces no puedo evitar ver a Isabelle cuando me mira así. Buscando a gritos un poco de complacencia. Una palmadita en la espalda. Yo nunca busqué eso en mis padres. Supongo que los progenitores solemos cometer esos fallos, creer que nuestros hijos van a ser un calco a lo que somos nosotros. Por suerte para algunos y por desgracia para otros tantos, eso no se cumple casi nunca.

―¿Quién los mató?

―No lo sé.

―¿Era un ejército? ¿Una banda? ¿Un grupo de vagabundos armados? ¡Qué! ¡Qué era!

―El único soldado que sobrevivió murió antes de poder decírmelo.

―No importa―digo intentando controlar los impulsos que siento de abofetearle―. Lo que importa es que tiene más apoyos de los que creíamos. No solo el rey. No solo el consejo.

Cuando consigo que me suelte me inclino hacia delante y le cojo la cara por la barbilla, haciendo una pinza sobre sus carrillos.

―Creo que no eres consciente de que nos has puesto en peligro, Theodore―digo en voz baja―. Y lo peor de todo es que ahora está refugiada en palacio.

―Pensé que...

―No lo hagas. No pienses. Es evidente que no se te da demasiado bien.

Le suelto.

―No vuelvas a acercarte a ella.

El carruaje se detiene y el conductor abre la puerta. Cuando veo que Theodore pretende acompañarme, alzo la voz por encima del sonido de la calle:

―Quédate en el carruaje.

Y él obedece. Como lo hace un perro.

Con la capucha de la capa ocultándome el rostro, avanzo hasta la entrada de la catedral.

―Lo siento, las puertas de la Notre Dame están cerradas hasta el comienzo de la misa...

Miro directamente al monaguillo, que palidece un instante al reconocerme. Con una burda reverencia y la voz temblorosa, murmulla:

―No la había reconocido. Perdóneme.

Empuja las puertas, aún inclinado hacia delante, y cuando entro a la catedral vuelve a cerrarlas con un sonoro golpe hueco. Veo a Breslau desde aquí, al final del pasillo que forman los bancos de madera, arrodillado frente a la horrible ornamentación de este sitio. Velas, oro, estatuas, seda, cristales tintados de rojo y azul y murales de exquisita riqueza artística. Es un despropósito que una catedral derroche tal cantidad de ostentación, pero el cardenal es un hombre poderoso al que le encanta alardear de su ajuar. ¿Qué hombre de iglesia, si no él, lleva las manos cubiertas de anillos de piedras preciosas?

―Eminencia.

Mi voz resuena por toda la catedral en un eco que no parece acabar. He tenido el suficiente tiempo desde el carruaje hasta aquí para moldear mi voz. Ya no está cargada de odio, de rabia o nerviosismo. Es dulce pero firme, cómo la voz que debe de tener una reina. Reviso los espacios oscuros que se forman entre las gigantescas columnas de piedra, los tragaluces y las puertas aparentemente cerradas, pero no logro dar con ningún curioso.

―Victoria, qué sorpresa tenerte aquí.

―Estoy segura de que alguno de sus chivatos ya le ha avisado de que venía incluso antes de que saliera de palacio.

Se levanta, alisándose la sotana negra y asegurándose la faja roja en la cintura. Del cuello le cuelga un monstruoso crucifijo de oro.

―¿Has venido a confesarte?

Sonrío con la mandíbula apretada. Los miembros de la iglesia tienen la estúpida creencia de que están por encima de todos, incluso de reyes. En cualquier otra ocasión hubiera volcado todo mi esfuerzo en sacarle de París, incluso de Francia, para no tener que soportar sus indecorosos comentarios. Pero hoy, hoy esa ínfula de grandeza y ese hambre de poder que no parece saciarse nunca puede beneficiarme.

―Dios y yo estamos en paz por ahora, cardenal Breslau―me quito la capucha―. Vengo en busca de una respuesta. Creo que ha tenido tiempo para meditar sobre nuestra última conversación.

El cardenal se desliza hasta su altar de oro puro y pasa los dedos por la tapa de su biblia.

―He meditado su proposición con cuidado, se lo aseguro milady, pero debe comprender los riesgos que este cometido conlleva. Podría perderlo todo.

Me gustaría reírme. Lo haría a carcajadas. Toda Francia sabe que el cardenal ha llegado a dónde está a través de caminos poco... Legítimos. No es más que un corrupto con muchos amigos que no ha parpadeado para ordenar quitarse del medio a aquel que le molestaba. Nunca ha pensado en lo que podría perder y eso es lo que le da la seguridad para ganar. Siempre. Si quiere algo, lo consigue al precio que sea. Yo le he propuesto algo que no ha averiguado que deseaba hasta que se lo he planteado y que sé que le ha estado reconcomiendo desde entonces.

―Podría ganar mucho.

Me apoyo en uno de los bancos.

―Primer ministro―digo con voz cautivadora―. Significaría trabajar mano a mano con el rey, convertirlo en una especie de... Pupilo. Sería joven, necesitaría su ayuda y sus sabios consejos. Estoy segura de que le dejaría intervenir y tomar decisiones en beneficio a Francia.

―¿Y cómo sé que no va a olvidarse de nuestro acuerdo en caso de que su conspiración tenga éxito?

Deslizo la mano bajo mi capa y saco una carta. Avanzo hasta el altar y la dejo sobre su biblia.

―Firmada por mí y con el sello real. Un juramento que le convierte en primer ministro desde el instante en el que mi hijo Theodore sea coronado rey.

Sostiene la carta entre sus arrugados dedos. Hay una vela justo tras él y la luz hace que las palabras, escritas en negro, se vislumbren a través del papel.

―Muy bien―dice al fin―. ¿Qué necesita?

―Por ahora saber que dispongo de su ayuda y de la de su guardia personal cuando así lo precise.

―¿Qué tiene pensado hacer?

Me cubro con la capucha y, mientras me doy la vuelta y camino hacia la puerta, murmullo:

―Lo necesario.

Cuando me he alejado lo suficiente y estoy frente a las puertas de la catedral, el cardenal Breslau alza la voz y dice:

―¿Está segura de que no quiere confesarse, mi reina?

Sangre azulDonde viven las historias. Descúbrelo ahora