Capítulo 34

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Caminamos en sumo silencio por los pasillos de palacio. Quiero salir lo más rápido posible, porque no quiero que Enzo se arrepienta, así que me deslizo a toda prisa hasta que escucho un quejido en la zona de empleados. Me detengo en seco y miro a Enzo esperando que lo haya escuchado también, pero no parece haber notado nada. Me mira, interrogante, y yo reviso un par de puertas antes para asegurarme de que me he equivocado. Cuando llego a una gran sala de piedra dónde se hace la colada y todo siempre está encharcado, veo dos siluetas que se zarandean de un lado a otro. Gemidos y respiraciones agitadas. Quizá sea solo amor pero, cuando escucho una bofetada, Latimer da un salto hacia atrás y se separa de una sirvienta que, con los ojos llorosos, se coloca el vestido y echa a correr. Enzo y yo nos escondemos en la oscuridad y la observamos alejarse a toda prisa. Le miro. A Enzo. Él aprieta la mandíbula con la mirada clavada en el techo, pero no dice nada. ¿De verdad? ¿No va a hacer nada? Claro que, ¿qué podría hacer? Latimer es el protegido del príncipe, no hay nada que pueda decir o hacer para que eso cambie. Miro al final del pasillo, y aunque la sirvienta ya se ha alejado, puedo ver su silueta moverse en mi cabeza y sus susurros asustados. No puedo evitarlo. Deslizo la mano hasta el cinturón de Enzo y saco una pequeña daga. Cuando entro, de espaldas y colocándose el pantalón, me escucha y dice:

―Sabía que ibas a volver.

La manera en que lo dice es vomitiva, y me alegro que esa sonrisa estúpida desaparezca en cuanto se da la vuelta y descubre una daga fría y afilada en la base del cuello.

―¿Qué haces? ―murmulla de manera asustada.

―No. ¿Qué haces tú?

Traga saliva. Sostengo el cuchillo tan cerca de su cuello que temo que al deslizarse su nuez voy a cortarle. Tampoco me importaría.

―Nos estábamos divirtiendo, nada más.

―Deja a las sirvientas tranquilas.

Frunce el ceño, cómo si no estuviera acostumbrado a acatar órdenes. Cómo si le quemara hacerlo.

―El príncipe me lo permite.

―No me importa.

―Al rey le da lo mismo.

―Yo no soy el rey. Ni el príncipe. Te lo advierto...

Le aprieto el filo en la piel y me acerco a su oído.

―Te cortaré el cuello mientras duermes si me entero que has vuelto a tocarlas.

Separo el cuchillo de su cuello y él vuelve a respirar cómo si hubiera olvidado cómo se hace. Aprieta los puños, rabioso, y mientras me alejo, dice mucho más alto de lo que querría:

―Despídete de tu vida. Cuando Theodore sea coronado rey te matará por esto―se ríe con maldad―. Eso si no lo hace antes.

A Enzo no le sorprende que haya usado la puerta que da al Sena para escabullirme. Según él, es una brecha de seguridad y debería de estar tapiada desde hace tiempo. Por suerte para mí sus consejos sobre la inmunidad de este sitio suelen pasar desapercibidos para todo el mundo, incluido el rey, que normalmente suele escuchar sus palabras.

―Si el rey hubiera sabido que hoy es su cumpleaños, señora, estoy seguro de que hubiera celebrado una fiesta.

―¿Y quién hubiera acudido? Espera no contestes, ya te lo digo yo: Gente que no conozco.

―¿Philip Marsac no es su amigo?

―No. O sí. No lo sé. ¿Por qué me preguntas eso?

―Pensaba que quizá le hubiera gustado que estuviera invitado a su fiesta.

Sangre azulDonde viven las historias. Descúbrelo ahora