Cuando por la mañana me entero de la muerte del rey no siento nada. No siento pena, pero tampoco alegría o júbilo. Si acaso, una breve calidez en el pecho que suelen llamar esperanza. Una puerta que se abre un poco. Un poco, nada más. Que el rey haya muerto no significa que yo sea libre. Fui condenada en el instante en el que me reconocieron como hija del rey Eduardo, pero era él el único interesado en que estuviera aquí. El problema es que es poco probable que la reina y Theodore me permitan marcharme así, sin más. Lo más seguro es que ambos sean del mismo pensamiento del cardenal, ese de que hay que deshacerse de los cabos sueltos para que no regresen en un futuro y convertirse en un dolor de cabeza. Yo sé que no voy a regresar. Ellos lo saben. Pero, ¿y si...? La duda ha matado a muchos. Quizá yo sea uno de ellos.
Así que la pregunta es, ¿qué voy a hacer? Podría marcharme en este instante, pero estaría en la misma situación que he estado siempre: Me perseguirían hasta encontrarme. Pondría en peligro a las personas a las que quiero y que me importan. No, el plan debe seguir su curso. El plan que llevo dibujando en mi cabeza desde hace mucho, mucho tiempo. El problema es que no contaba con la muerte de Lottie. Eso ha creado en mí una necesidad que antes no existía. Pero puede que mi plan no varíe demasiado si hago algo al respecto. ¿No? Así que mientras en palacio todo el mundo se cuida de que le vean llorando el luto, mientras en París la noticia ha llegado de la misma forma que llegó la de Isabelle, sin demasiada importancia, mientras los nobles cavilan conscientes de que tienen que decantarse por un bando o por otro, yo bajo a las cocinas y me como una manzana mientras reviso pacientemente cómo Patty prepara el encargo especial que la he solicitado. Aunque es fuera de lo común, ella no hace ni una sola pregunta. Ha aprendido a base de cachetadas que es mejor obedecer. Nada más. Cuando está preparado, tomo un carruaje y me dirijo a la residencia del cardenal Breslau, una casa recia y elegante. Enzo no me pregunta el motivo por el que nos dirigimos hasta allí. Parece sumido en sus pensamientos y estoy segura de que siente profundamente la pérdida del rey.
El cardenal me recibe, por supuesto. Sus guardias personales me indican que está dándose un baño, pero a mí no me importa. Le pido a Enzo que se quede en la puerta y entro en su dormitorio. Cuando lo atravieso, empujo la puerta del baño y descubro que el cardenal tiene la misma costumbre que yo a la hora de bañarse y leer el correo: Hacerlo al mismo tiempo. Es agradable que su rostro se torne en sorpresa, teniendo en cuenta que no deja ninguna expresión al azar. «Creía que tenía ojos en todas partes, cardenal―me gustaría decirle―¿No decía que se enteraba de todo? ¿Cómo no de esto?» Pero no estoy aquí para eso. Carraspeo y digo:
―Siento la interrupción, cardenal, pero el tiempo juega en mi contra en este instante. Ahora que el rey ha muerto mis posibilidades de reinar se han visto diezmadas notablemente.
Cuando se recupera del impacto inicial, se recuesta en su bañera y sonríe. Luego murmulla, entre divertido y receloso:
―No sabía que quería ser reina―me mira.
―Las cosas se ven distintas depende de la perspectiva. Antes lo veía lejano y no pretendía de ninguna manera aceptar tal responsabilidad. Pero ahora... Ahora que lo tengo tan cerca... Bueno, supongo que...
―El brillo del poder la ha deslumbrado, ¿verdad?
No contesto y él suspira mientras deja la carta a salvo del agua.
―Sabía que ocurriría. Siempre ocurre.
Me mira. Ni siquiera para bañarse se quita esa cruz y esos anillos. Yo no digo nada. Ahí, de pie, debe de creer que debo sentirme humillada para venir aquí, a su casa, a su baño. Es parte del engaño. Eso es lo que debe de creer. Estoy segura de que le encantaría que me arrodillara y rogara. Si es necesario lo haré. No me importa.
―¿Qué me propone, Gaby? Sea explícita.
―Si su guardia me protege de la reina y me ayuda en mi ascenso, tiene carta blanca.
Frunce un poco el ceño, sin comprender esa analogía de las calles de París.
―Firmaré una carta, y usted podrá rellenarla con lo que quiera, cuando lo desee.
Los ojos le brillan y sus cejas se arquean ligeramente. Probablemente no esperaba una oferta así. No sé qué es lo que su ambición le lleva a desear, pero dudo que una princesa, o más bien una reina, no pueda hacerlo cumplir.
―Así que carta blanca.
―Carta blanca.
―¿Puedo fiarme de su palabra, princesa?
―Puede hacerlo o no, esa es su decisión. Si lo desea lo haremos oficial después del entierro del rey―consulto mi reloj de bolsillo, que reposa junto a su ropa doblada sobre una cómoda―. Debería asearse rápido, no queda mucho tiempo.
El cardenal saca la mano, para que la estrechemos. Yo aprieto la mandíbula y, tras dudar un instante, avanzo y la estrecho. El agua está tibia.
―Has tomado la decisión más inteligente, Gaby.
Con la mano aún sujeta, me observa. Me estudia. Aún desconfía.
―Espero que, en un momento dado, lleguemos a gozar de la confianza del uno y del otro.
Hago una reverencia y, mientras me alejo, digo:
―Disfrute de su baño, Eminencia.
Cuando cierro la puerta y le escucho chapotear, reviso el cuarto con cuidado hasta que doy con su caja de suministros católicos. Está preparada para llevársela en cuanto acabe su baño y tenga que oficiar el entierro del rey. Hay una copa dorada para beber la sangre de cristo, una biblia bañada en oro, una cruz, y una bolsita de seda morada con el cuerpo de cristo. Tras un rápido vistazo para asegurarme de que la puerta continúa cerrada, hurgo en los pliegues de mi vestido, rozo la carta que me ha enviado Philip y aún no he abierto, e intercambio la bolsa que guarda el cardenal con la que escondo.
―Podemos marcharnos―le digo a Enzo.
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Sangre azul
Historical FictionParís, 1638, XVII. Gaby nunca ha dado un paso más allá de la verja que separa la plaza con palacio. Para ella el mundo que se erige a ese lado es desconocido y extraño. Gaby pertenece al bajo París, al de la podredumbre, las rameras y los borrachos...