Cuando llegamos a palacio nos escoltan directamente a la sala del trono. La odio. Hace que me revuelva el estómago. Lo único a lo que me recuerda es a ese día en el que tomé la decisión más equivocada que jamás he tomado y que jamás llegaré a tomar. Mi vida se ha convertido en una cuesta abajo desde entonces, y aunque clavo los talones en la tierra e intento detenerme, no puedo dejar de caer.
―Hemos sido atacados, mi rey. Esta noche.
Philip ni siquiera espera a que los guardias que nos han acompañado hasta aquí abandonen la sala y cierren las puertas.
―Un grupo armado nos siguió después de salir del teatro e intentó atentar contra la vida de la princesa.
Habla con una seguridad envidiable. Su hermano llegará a ser papa, su otro hermano capitán del ejército francés, y quién sabe si él podría llegar a ser rey si se lo propusiera. Claro que Philip no parece tan ambicioso como el resto de su familia.
El rey apoya el codo en el reposabrazos y se manosea los labios de manera pensativa. No creo que exista nada más aparte de la presencia de su hermano que le haga perder el control. Busca con la mirada a su guardia personal, pero este permanece con la vista clavada en el techo y las manos entrelazadas sobre el regazo. Cómo si no tuviera oídos. Aquí, la guardia y el servicio siempre simulan estar sordos y mudos, pero luego los secretos se escapan de palacio y llegan a oídos de todos, pobres y ricos. Así que, ¿dónde está realmente la Corte de los Milagros? ¿En París o en palacio?
―¿Reconocisteis a alguno de los asaltantes?
―Cubrían sus rostros para no ser identificados, mi rey.
―¿Llegasteis a contarlos?
―Cinco hombres. También llevaban pistolas.
―Hm―murmulla―¿Y cómo lograsteis escapar?
―Otro grupo armado apareció de la nada y nos salvó.
―Otro grupo, ¿dices?
―Sí señor.
―¿Es que os seguían?
Philip duda.
―Es posible.
―¿Y cómo eran esos salvadores? ¿Pudisteis verlos?
―No―me adelanto a Philip alzando la voz―. También llevaban sus rostros ocultos.
Philip me mira un segundo, pero no dice nada. El rey permanece pensativo unos instantes más hasta que, con un profundo suspiro, se levanta.
―Creo que queda demostrado que no puedes seguir rondando por las calles de París. De efecto inmediato te trasladarás a palacio para tu inminente presentación en sociedad.
Intenta parecer solemne, pero sé que miente. Está encantado. Desde el primer instante en el que supo de mi identidad quiso encerrarme aquí, y ahora se le ha presentado la oportunidad perfecta para hacerlo. ¿Los habrá mandado él, para tener una excusa y poder adelantar todos sus planes? Eso me parece mucho más plausible que la idea de que los Marsac estuvieran involucrados.
―Mi mayor enemigo está bajo este techo.
―¿Crees que no lo sé? Soy consciente desde el primer día de lo que supone tu existencia, no me tomes por estúpido―tose. Su guardia personal levanta la vista, alerta, pero cuando traga saliva y carraspea vuelve a su estado de reposo―. Vas a trasladarte a palacio, y para que veas que me preocupo de tu seguridad, te asignaré a mi mejor soldado para que te proteja. Enzo, a partir de ahora tú serás la escolta personal de la princesa.
Aunque se dirige a Enzo, sé que me está advirtiendo a mí.
―No la perderás de vista un solo instante. La acompañarás allá a dónde vaya y jamás la dejarás sola. Si sufre algún daño, seréis responsable de ello.
―Sí, mi señor.
En realidad es a mí a quién me hace responsable de él. Si me pierde de vista un solo instante, si me deja sola un momento, entonces él sufrirá las consecuencias, pero será por mi culpa. Si muere, si sufre, si le destituyen de su cargo, será simple y sencillamente por mi culpa.
Enzo hace una reverencia. Le conozco, va de aquí por allá todo el rato, ejerciendo de filtro entre la gente, las noticias, las cartas y las quejas del pueblo y el rey. Es sumamente correcto y aburrido y respetable. Seguro que lo hace. Seguro que está encima de mí hasta que no pueda soportarlo más y me lance al vacío. Entonces el espacio entre la ventana y el suelo será la distancia más grande que habrá entre ambos desde hace tiempo.
―Quiero que mi familia salga de París―digo―. Inmediatamente.
―Serán trasladados al campo.
―Y estarán protegidos. Continuamente.
―Así será.
―Y si deseo visitarlos, podré hacerlo cuando desee.
―Junto a una escolta, cuando lo prefieras.
Balbuceo de manera nerviosa.
―Y la casa tendrá una biblioteca. Para mi hermano. Y un huerto. Para mi padre. Y se les dará todo lo que pidan, sea lo que sea.
El rey asiente.
―Tienes mi palabra.
¿Y cuánto vale su palabra, mi rey?
―¿Algo más?
Respiro profundamente. Por mucho que quiera no puedo pedirle que ponga a un par de soldados en la puerta de la casa de Dempsey Lena. Eso hundiría el negocio.
―No.
―Muy bien―el rey se sienta―, prepararemos tus aposentos. Enzo, acompaña a Gaby a su nuevo cuarto.
―Sí señor.
Cuando salimos de la sala del trono, me aparto un poco y Philip se acerca.
―¿Por qué no le has dicho lo de la gente con máscaras? ―susurra.
No es más que un desconocido, un muchacho de casa noble. ¿Por qué debería confiar en él? ¿Por qué debería confiarle la existencia de ese pequeño, o quizá no tan pequeño, grupo de fieles que me defienden en nombre de Antoine? Sobre todo teniendo en cuenta que quizá dentro de un par de días se canse de ser amable conmigo y se busque a otra dama para contarle lo valiente que fue al defender a la princesa de Francia de malhechores.
Doy un paso hacia delante y le señalo con el dedo en el pecho.
―Si el rey se entera sabré que se lo has contado tú.
Y ya no digo nada más. Me vuelvo y, a paso raudo, sigo a Enzo por palacio.
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Sangre azul
Historical FictionParís, 1638, XVII. Gaby nunca ha dado un paso más allá de la verja que separa la plaza con palacio. Para ella el mundo que se erige a ese lado es desconocido y extraño. Gaby pertenece al bajo París, al de la podredumbre, las rameras y los borrachos...