―Gaby, hay un joven en la puerta que pregunta por ti.
Levanto la vista. La claridad de la mañana desdibuja su figura, pero puedo ver un carruaje a su espalda. Cuando mi padre le invita a pasar, Philip le da las gracias educadamente. Mi padre le mira de arriba abajo sutilmente. Luego me mira a mí. Al final, con un carraspeo, le hace una seña a Opie.
―Estaremos arriba.
Pero Opie no responde. No al principio, al menos. Parece maravillado con la chaqueta granate de Philip, con sus zapatos relucientes y sus medias blancas. Con una sonrisa bobalicona deja de amasar, y cuando está a punto de abrir esa bocaza que Dios le ha dado, mi padre le tira de la camisa.
―Vamos.
―Ya voy, ya voy.
Les sigo con la mirada hasta que desaparecen escaleras arriba y se escucha una puerta cerrarse con delicadeza. Entonces me limpio las manos de harina con un paño y me quito el delantal.
―No debería estar aquí, milord―digo.
Philip revisa la panadería con cierta curiosidad en la mirada.
―Vengo a por pan.
―No viene a por pan.
―De verdad.
―Creía que los nobles tenían hornos y sirvientes propios con los que hornear pan.
Carraspea.
―A decir verdad me envía mi padre. Tiene curiosidad.
―¿Curiosidad por qué?
―Supongo que no todos los días se conoce una futura reina de Francia que haga pan.
Le sonrío de manera irónica y me vuelvo para elegir uno de los que acaba de salir del horno. Estaba a punto de colocarlos en la entrada para que la gente los viera al pasar. Con cuidado, lo envuelvo en un paño. Es redondo, tostado, crujiente por fuera, con una marca en forma de X perfecta en la corteza, y un olor excepcional. No creo que al señor Reu Marsac le decepcione.
―Sé que no está aquí solo para eso―murmullo―. No soy estúpida.
Hay un breve silencio.
―Permítame hablar con mi padre, milady. Le contaré lo que ocurrió en la casa de campo y juntos pediremos audiencia con el rey para que tome medidas. Esto no puede quedar así, la ha amenazado. ―Solo quería asustarme.
―Eso no importa.
Me vuelvo, me apoyo en la mesa y me cruzo de brazos.
―¿Qué medidas serían esas que el rey tomaría?
―Bueno...―duda durante un instante― Supongo que en primer lugar se encontraría con la familia Biss para conocer de primera mano la versión de Marc.
―Así que sería mi palabra contra la de un noble.
―La palabra de una princesa contra la de un noble.
―No soy princesa―digo de manera cortante―. No aún, al menos.
―Pero es la hija del rey.
―La bastarda del rey.
Philip suelta todo el aire y deja caer los hombros un instante.
―Ciertamente es tan terca cómo me advirtieron.
―¿Y si el joven Biss reconociera la verdad? ¿O si el rey no le creyera? ¿Qué pasaría entonces?
―Habría un juicio. Con el consejo.
―¿Y si resultara culpable?
―Entonces... Habría una condena.
No puedo evitar reírme.
―No querrá que crea que un joven de una buena casa va a pasarse el resto de sus días en una mohosa celda de la Bastilla, ¿verdad milord?
Balbucea, pero yo levanto la mano y le impido continuar.
―Le agradezco su preocupación, de verdad, pero puedo arreglármelas sola. Llevo haciéndolo toda la vida.
Me acerco hasta él y le ofrezco el pan. Aún está caliente. Cuando sus manos lo sostienen, yo no lo suelto.
―Dígame, ¿qué opinión tiene acerca de que una mujer, la bastarda del rey, se convierta en soberana de Francia?
―Opino que al menos es hija de Francia.
Estudio su rostro con detenimiento. Luego, mis dedos sueltan el pan.
―De nuevo, le agradezco su preocupación. Es agradable saber que no todos me quieren ver flotando en el Sena.
Me doy la vuelta, dando por finalizada la conversación y volviendo a colocarme el delantal. Puedo verle en el reflejo de la ventana. Se queda ahí unos instantes pero, tras una breve reverencia, se aleja hacia la entrada. Yo finjo que amaso, pero cuando sube al carruaje y comienza a alejarse camino hacia la puerta y le observo asomada cómo una alcahueta. Los curiosos que vienen y van por la calle levantan la barbilla y murmuran entre sí cuando lo ven pasar. Su carruaje es cómo un punto brillante en medio de un montón de estiércol.
―Aparta, mujer, que no puedo ver.
Doy un respingo. Mi padre y Opie han aparecido de la nada.
―¿Quién es? ―pregunta mi padre.
―El hijo de un noble. ¿Quién sino iba a venir hasta aquí en carruaje?
―¿Y qué quería?
―Pan.
Me mira.
―¿Pan?
Yo me encojo de hombros.
―Pan.
―¿Ha venido hasta aquí solo a por pan? ―pregunta Opie, incrédulo―No me lo creo. ¡Mierda Gaby! ¡A lo mejor le gustas! ¿Por qué sino iba a venir hasta esta alcantarilla?
―Cállate Opie.
―Parece un buen chico―dice mi padre con una leve sonrisa animada.
Cuando el carruaje dobla la esquina y desaparece, yo dibujo un leve mohín.
―Sí, sí que lo parece.
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Sangre azul
Ficción históricaParís, 1638, XVII. Gaby nunca ha dado un paso más allá de la verja que separa la plaza con palacio. Para ella el mundo que se erige a ese lado es desconocido y extraño. Gaby pertenece al bajo París, al de la podredumbre, las rameras y los borrachos...