Capítulo 13

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Cuando Nudillos compró los caballos para ocupar las cuadras terminó harto de que patearan las puertas, así que un día nos lanzó a Jac y a mí un par de monturas y nos pidió que los sacáramos por ahí, a andar. A que se agotaran lo suficiente para que se pasaran la noche y parte del día durmiendo. Y lo hicimos. Tomamos esa costumbre y fue bastante agradable durante mucho tiempo. Quizá la próxima vez que lo hagamos le pida venir al bosque, en vez de limitarnos a las callejuelas de la ciudad. Claro que para eso tendría que volver a hablar conmigo, y no parece muy dispuesto a ello. Quizá, cuando regrese a casa, le encuentre en la puerta de la panadería para pedirme disculpas. No, probablemente eso no ocurra. Jac es lo suficientemente orgulloso cómo para estar enfadado mucho después de cuando ya no sienta rencor simplemente para no ser el primero en dar un paso adelante.

No sé a qué distancia está el lugar al que nos dirigimos, pero ya no veo París en la línea del horizonte. Probablemente sea el momento más agradable desde que soy obligada a hacer algo que no quiero y a comportarme cómo alguien que no soy. Cruzo los brazos en la ventanilla del carruaje y observo las copas de los árboles, que se entrelazan entre sí como un techo verde y marrón sobre nuestras cabezas, con la luz del día colándose entre ellas y formando formas y dibujos en el camino.

―¿Por qué nos acompañan tantos guardias?

―Esto es Francia―murmulla Jarvis mientras mira el bosque pasar―, siempre hay alguien que quiere matar al rey.

Eso me facilitaría mucho las cosas. Si un par de asaltantes salieran del bosque e intercedieran en el camino, si una de las balas de sus pistolas diera de lleno en el corazón del rey, entonces yo solo tendría que quitarme el vestido y volver a casa. Theodore sería rey y yo sería libre.

Por muy extraño que parezca ha nacido en mí un leve respeto por la reina Victoria. Siempre había creído que no era más que la sombra del rey Eduardo, pero viéndola ahí, cuchicheando a escondidas con Latimer, conspirando o simplemente criticando las acciones de su esposo, me he dado cuenta de que no lo es. De que es mucho más. De que, en su silencio, se esconden sus propios deseos y aspiraciones. Supongo que tampoco es muy difícil de comprender que quiera que su hijo bastardo ocupe el trono antes de que lo haga la hija bastarda de su rey pero, aunque ese sea el sentimiento que nace en su pecho, no creía que fuera capaz de exteriorizarlo, de compartirlo. Al fin y al cabo a una reina se le enseña a callar, así que supongo que es lógico que me sorprenda que tenga fuerza. Fuerza para tener sus propias ambiciones y, sobre todo, fuerza para llevarlas a cabo.

Jarvis se asoma por la ventana y mira al camino. Tras unos segundos así, con medio cuerpo fuera del carruaje, vuelve a sentarse y a colocarse la chaqueta.

―Recuerda todo lo que le conté acerca de las familias que va a conocer hoy, ¿verdad?

Lo pienso un instante con los ojos entornados.

―No.

―¿Cómo es posible? Hemos hablado todo el camino sobre ello.

―No suelo escucharte cuando me hablas, Jarvis. Lo siento.

Uno de los guardias emite una leve y casi imperceptible sonrisa que Jarvis acalla con una mirada acusatoria. Se acomoda en su asiento, armándose de esa interminable paciencia de la que parece gozar, y dice:

―La familia más importante que va a conocer hoy es la casa Marsac, Gabriella.

Marsac. Esa es la gente que ha mencionado la reina.

―¿Me está escuchando?

―Lo hago. Familia Marsac.

―Es una familia muy poderosa e influente.

Sangre azulDonde viven las historias. Descúbrelo ahora