La noche de la presentación en sociedad llega mucho antes de lo que podía haber pensado. Desde que Philip tiene la delicadeza de advertirme hasta que llega el día, paso las mañanas en el estudio de Ada, que da los últimos retoques al vestido que me ha confeccionado para la ocasión. Se queja un rato por haber nombrado a dos sirvientas sin vestidos adecuados como damas, pero sé que le gusta la idea. Al menos más que a Jarvis, que no deja de recordarme los inconvenientes que acarrea. Pero la verdad es que su presencia lo hace todo mucho más ameno. Acuden a mis clases de protocolo para que aprendan a «comportarse como es debido ante personas de mayor rango que ellas» y parecen casi tan perdidas como yo. Casi, porque probablemente cualquiera de las dos lo haría mejor. Al fin y al cabo sirven en palacio desde que son apenas unas niñas, todo lo que llevan semanas insistiéndome en que aprenda ellas ya deben de saberlo, aunque solo sea por verlo desde la distancia.
Contemplo la plaza desde una de las ventanas del pasillo. Me sudan las manos y no dejo de frotármelas. El corazón me late muy deprisa y no estoy muy segura de lo que va a ocurrir a continuación, lo que me pone aún más nerviosa. Los carruajes no dejan de llegar, y familias de grandes casas entran a palacio elegantemente vestidos y acompañados de mozos y sirvientes vestidos para la ocasión. Fuera, más allá de la verja, la multitud se amontona para ver durante unos segundos y en la lejanía a una princesa que nadie esperaba. Todo el mundo lo sabe ya. Todas y cada una de las personas que viven en París, en Francia y probablemente en Europa, saben de mi existencia. No creo que los detalles que hayan llegado al populacho desde palacio vayan más allá de que la princesa es la hija bastarda de un rey encontrada hace apenas unos meses, pero imagino a las chicas de Dempsey todas reunidas en el comedor, hablando sobre ello durante toda la mañana, preguntándose quién será. Si por algún casual del destino alguna vez se cruzaron sus caminos. Y mientras tanto Jac ahí, de pie, guardando silencio. Callando un secreto sobre la panadera que vive justo frente a ellos y les trae bollos de mantequilla cuando cumplen años.
―¿Está bien?
Apoyo la mano en la pared más cercana. Está tan fría que me provoca un escalofrío por la espalda. Pero me hace sentir ligeramente mejor.
―Ada se empeña en que no respire.
Enzo avanza y abre la ventana. Es un eterno verano el que se vive en París desde hace meses, así que el ambiente está igual de caldeado dentro de palacio que en el exterior. Ni una mota de brisa. Ni un ligero rayo de esperanza que indique próximas lluvias. Doy un paso hacia delante, me apoyo en el quicio, y observo a una pareja entrar a la corte. Desde aquí escucho a la multitud hablar y los cascos de los caballos cuando se alejan hacia los establos.
―Lo hará bien.
―No lo creo.
―Solo debe ser vos misma.
Sonrío un poco.
―Eso es precisamente lo que no quieren que sea.
―Gaby.
El rey aparece al final del pasillo, con su corona, su banda atravesándole el pecho y su elegante traje negro. Un par de sus guardias personales le siguen con las botas abrillantadas y sus espadas recién afiladas. Respiro profundamente, aunque el pecho del vestido es lo suficientemente ajustado como para que mis pulmones no se llenen del todo, y echo a caminar. ¿Qué otra opción tengo? ¿Saltar de la única ventana abierta que he visto en semanas? No, por muy desesperada que esté ante esta situación, no llega al límite de querer quitarme la vida. Aún me quedan muchas cosas que hacer. Por las que vivir. O al menos eso creo. Creía. Cuando aún podía salir y entrar libremente de mi casa. Tener amigos pobres e ir al teatro.
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Sangre azul
Historical FictionParís, 1638, XVII. Gaby nunca ha dado un paso más allá de la verja que separa la plaza con palacio. Para ella el mundo que se erige a ese lado es desconocido y extraño. Gaby pertenece al bajo París, al de la podredumbre, las rameras y los borrachos...