En el día del rey las calles se llenan de flores. En señal de respeto se cuelgan rosas de los balcones, y si las casas no disponen de ellos, del quicio de la puerta principal o las ventanas. Los más avispados comienzan una semana antes a recolectar rosas que cogen tras largas jornadas de caminatas por el bosque o que roban de las floristerías por las noches. Las mantienen bajo el agua, para que no se pudran, y cuando llega el día salen a la calle y las venden a precios desorbitados. Es tradición que el rey salga por la mañana en su carruaje más especial, uno lleno de oro y detalles excéntricos, y haga un breve recorrido por las calles de París para saludar al populacho que le lanza flores y grita su nombre, antes de regresar y recibir a una indigente cantidad de nobles que se trasladan desde todos los puntos de Francia.
En palacio sus habitantes no parecían demasiado seguros de que el rey pudiera celebrar este año su día. Su salud es cada vez más y más débil, y a pesar de las recomendaciones del médico, ha exigido que los preparativos continuaran mientras él «recobraba fuerzas.» pero más que recobrarlas parece haberlas perdido cada día un poco más. Está delgado, encorvado, con un aspecto cadavérico y sin poder pronunciar más que un par de palabras cada muchas horas. Va a morir antes de poder nombrarme reina, y entonces mi plan se va a ir al traste. Claro que, por suerte, tengo otro preparado. Eso es algo que he aprendido de la reina: Pensar en todas las posibilidades.
Son dos días especialmente agitados desde que llego de visitar a mi padre y a Opie hasta el día del rey. La gente viene y va, decorando los jardines con gigantescos ramos de flores, fuentes de piedra y figuras de mármol. Desmontan el merendero habitual, el que solo usa la familia real cuando hace buen tiempo y desea comer en el jardín con alguna visita, y colocan otro mucho más grande, con el techo de tela blanca y las columnas que lo sostienen envueltas en enredaderas. La mesa se dispone larguísima, con al menos cincuenta sillas a cada lado, un montón de platos, un montón de cubiertos, y un montón de copas y servilletas perfectamente dobladas. Jarvis, que durante un tiempo se ha ocupado de otras cosas que no soy yo, ha estado revoloteando a mi alrededor continuamente, intentando que memorizase nombres de personas importantes que van a venir y que querrán conversar conmigo. Gente que solo ha escuchado la delicada situación de palacio de oídas. Gente a la que debo impresionar con todo lo que he aprendido durante este tiempo y gente frente a la que debo de comportarme cómo una verdadera princesa. Creía que ya habíamos dejado atrás esa fase de: «Intenta simular que no te han recogido de París.» Es obvio que no. Que aún me ven como alguien impredecible, que no quiere estar aquí y que lleva el París más profundo inyectado en vena. Y me encanta que sea así. ¿Para qué negarlo? Prefiero que sigan viéndome cómo una puta terca que una princesa redomada.
La multitud comienza a llegar con las primeras horas de la tarde. Deduzco que quien ha elegido el inicio del festejo vive en un dormitorio bajo la sombra de un árbol, probablemente junto a una fuente de agua, cómo un río o un lago, con una temperatura idónea y una constante brisa que entra y recicla el ambiente. Debe de ser así porque, si supiera la manera en la que el sol cae sobre los jardines de palacio a estas horas de la tarde, definitivamente hubiera rectificado la hora. Hubiera esperado, al menos, a que la tarde comenzara a terminar. Pero no, aquí estoy, saludando reverencialmente a todas esas mujeres que bajan de sus carruajes con gigantescos y edulcorados vestidos, las mejillas sonrojadas, a punto de sufrir una lipotimia, y con un abanico que no dejan de agitar rítmicamente.
La música intenta animar el ambiente. Tocan y tocan sin parar bajo la sombra de un árbol mientras los sirvientes no dejan de servir y servir copas que se vacían con ansiedad. Los más inteligentes se acercan a las fuentes y, mientras charlan, hunden las manos en el agua y se humedecen el cuello y las mejillas sin parecer demasiado indecorosos. Probablemente sea el día más caluroso de todo el año, una mezcla de sol abrasador y humedad que se pega a la piel. Es un aviso a que próximamente habrá tormenta. Quizá en uno o dos días.
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Sangre azul
Historical FictionParís, 1638, XVII. Gaby nunca ha dado un paso más allá de la verja que separa la plaza con palacio. Para ella el mundo que se erige a ese lado es desconocido y extraño. Gaby pertenece al bajo París, al de la podredumbre, las rameras y los borrachos...