Capítulo 10

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La habitación está frente al Sena, en una calle sin salida. Las casas colindantes están vacías y la única habitada fue desahuciada por motivos de «seguridad» hace unos años. He hecho todo lo posible por hacer que este lugar sea más habitable durante las horas que paso aquí, pero Latimer me ha advertido de que sería adecuado volver a cambiar de habitación en un tiempo, para evitar sospechas.

―Pareces distraído.

Vignette sale de detrás de un biombo y camina hacia mí únicamente vestida con medias y un corsé color melocotón que le regalé hace unas semanas y que se ciñe a su piel desnuda. Sus pechos se mueven, pequeños y redondeados, mientras avanza hasta la cama. Coloca un pie sobre las sábanas y dice:

―¿En qué piensas?

Nunca me ha gustado que las putas hablen, pero Vignette es especial. Vignette es salvaje, cómo una negra recién sacada de la selva, que parece más un animal que un ser humano. Es preciosa, inteligente para no ser más que una ramera, y, sobre todo, me escucha. La conocí por casualidad hace unos años, y poco a poco perdí el interés por el resto. Solo la necesito a ella y, aunque el precio a pagar porque no esté con otros hombres es caro, no me importa pagarlo.

Me deslizo por la cama y empiezo a bajarle una de las medias.

―¿Es por esa Gaby? ¿Te preocupa?

―No.

―¿Estás seguro?

Cuando se deshace de la primera media cambia de pierna y coloca el otro pie sobre mí. Dibuja una imperceptible sonrisa. Tiene la boca pequeña, minúscula, cómo una fresa. Los ojos grandes y ligeramente desproporcionados, y las mejillas pintadas de colorete.

―No puedes mentirme.

Tiro de su mano, y con una exhalación de sorpresa, se deja caer en la cama. Me coloco sobre ella y la sostengo las manos por encima de la cabeza.

―¿Te preocupa a ti?―murmullo.

―Ser la amante de un príncipe ya es más de lo que consigue muchas―dice mientras pasea su mano más allá de mi estómago―. Pero ser la amante de un rey... Eso no llega a alcanzarlo ninguna.

A las putas no les importan más que las cosas brillantes. Las cosas caras. Las joyas. Saber que los hombres que las pagan son poderosos.

―¿Crees que voy a dejarla reinar?

Paso la mano entre sus pechos y le sostengo el cuello con firmeza. Ella boquea respirando aceleradamente.

―El trono de Francia es mío―la murmullo al oído―. Y cuando un español esté en el trono y España sea nuestra aliada, entonces seremos imparables.


Sangre azulDonde viven las historias. Descúbrelo ahora