Cuando regresamos al merendero Antoine se disculpa con la voz consumida y una pareja de sus guardias personales le acompaña hasta sus aposentos para que pueda descansar. La reina Victoria es la primera en abandonar la mesa a paso raudo. Su hijo le sigue como lo hace un potro que aún no se ha destetado y reclama su independencia. Y el rey, que parece disfrutar porque la velada haya pasado ya, recupera el apetito.
Espero algunas horas a que Antoine salga de su dormitorio para poder continuar con nuestra charla, aunque en realidad no sabría que decirle. Ha sido lo suficientemente claro y conciso para no dejar rastro de duda en mí. Si de preocupación, por supuesto. Ha hecho que, a regañadientes, ese mundo pequeño y conocido que con tanto cariño cuido se haga más grande. De todas formas no ocurre. La puerta de su dormitorio no se abre. Paso las horas junto a las puertas de su cuarto, observando la plaza a través de las ventanas del pasillo, hasta que empieza a caer la tarde y Jarvis acude a mí para advertirme de que probablemente el hermano del rey no salga en el resto del día. «El rey ya lo ha dispuesto todo para que parta mañana de nuevo a Bethléem―dice―. Estos viajes son agotadores para él, perjudican su salud de gran manera y es esencial que vuelva cuanto antes junto a sus médicos a un entorno controlado.» Yo le digo que voy a quedarme un rato más, y él se aleja con un breve suspiro. Nadie más se pasa por allí para saber sobre el bienestar de Antoine. Cuando una sirvienta se acerca a paso alegre con una bandeja de plata colmada de cosas, aprovecho la oportunidad y la tomo el relevo. Parece dudar un instante, pero al final accede. Yo me quedo un instante de pie frente a la puerta, esperando a que desaparezca. Y cuando lo hace, abro con delicadeza y me asomo antes de entrar. Tengo que parpadear para acostumbrarme a la penumbra. Las cortinas cubren cuidadosamente las ventanas y la luz es tan escasa que apenas logra dibujar las siluetas de los muebles. La figura de Antoine, de repente débil y frágil, reposa bajo unas sábanas de color rojo con las manos entrelazadas sobre el pecho, que asciende y desciende con tranquilidad. Parece hundido en el colchón y entre almohadones. Camino con cuidado hasta una mesita baja que hay junto a la chimenea y dejo la bandeja allí. Hay una jarra de agua, una copa, y una especie de infusión de hierbas y flores que imagino calman sus dolores. Le miro, desde la distancia, frotándome las manos de manera nerviosa. Luego avanzo hasta su lado y contemplo su máscara dorada y sin expresión. No puedo evitar preguntarme cómo hubiera sido Francia si él hubiera sido rey. Antoine dispone de muchas virtudes que el rey Eduardo no tiene. Quizá sea su máscara, quizá sea por su enfermedad, que ha moldeado su forma de ser a lo largo de los años, pero es carismático, es inteligente, elegante, y tiene desenvoltura a la hora de expresarse a pesar de haberse pasado toda la vida en el campo, lejos de la vida palaciega. El rey Eduardo no es así. A su lado no es más que un cordero sin lana al que le tiemblan las patas al escuchar a su hermano avanzar por sus pasillos. Acabo de conocerlo y, aun así, siento un profundo y sincero sentimiento de respeto y fascinación por él.
Alargo los dedos, pero no llego a rozar su máscara. Lo confieso, tengo curiosidad, por muy morboso que sea el sentimiento. Me gustaría quitársela con cuidado y ver su rostro sin que se diera cuenta. El humano. El que desprende expresiones y sentimientos. Por mucho que esté demacrado, o que se caiga a pedazos, que su piel esté cubierta por heridas o erupciones sangrantes, me gustaría verlo. Me gustaría ver la forma que tienen sus labios carcomidos al dibujar una sonrisa, o sus ojos inyectados en líquido moverse por la habitación. Siempre he tenido ese problema. Siempre me he guiado por los gestos de la gente para saber si miente o si dice la verdad. Pero él, con su máscara de oro, es un salto al vacío. Creer o no creer. Confiar o no hacerlo.
L3
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Sangre azul
Historical FictionParís, 1638, XVII. Gaby nunca ha dado un paso más allá de la verja que separa la plaza con palacio. Para ella el mundo que se erige a ese lado es desconocido y extraño. Gaby pertenece al bajo París, al de la podredumbre, las rameras y los borrachos...