Capítulo 44

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Tardamos mucho más de lo que me gustaría en partir. Enzo congrega a un grupo reducido de soldados para que nos acompañe y prepara dos carruajes. Uno en el que voy a ir yo, y otro vacío y cómo señuelo a un posible atacante.

Si subes al segundo piso de palacio y te asomas a una de las ventanas que al Sena puedes ver al lugar al que nos dirigimos al otro lado del río, pero Enzo lo organiza todo como si estuviéramos a punto de partir en un viaje hacia Europa. Llego a tal estado de impaciencia, que pongo en marchar en mi cabeza una cuenta atrás. Si Enzo no acaba con sus preparativos antes de que acabe, me iré a pie. Pero lo hace. En medio de una noche ya cerrada, subo al carruaje e indico que se den prisa en atravesar el puente. Philip, sentado frente a mí, intenta saber a quién voy a ver, pero no pronuncio una sola palabra.

Tengo una corazonada. Y no de esas buenas, esas que te hacen creer con firmeza que te espera algo bueno allá a dónde vas. El corazón me late muy deprisa sin razón aparente y tengo el estómago revuelto. No dejo de mirar a través de la ventana, al pequeño círculo de luz que forman los farolillos que cuelgan alrededor del carruaje, mientras atravesamos el puente al trote y la luz de la luna se refleja en la superficie del agua.

No tardamos más de un par de minutos en llegar pero, harta de que las ruedas se hundan en el barro cada pocos metros, salto del carruaje y recorro la distancia que queda por mí misma seguida de un montón de guardias que portan farolillos. Cuando llego a la entrada del invernadero, no puedo evitar detenerme e intentar otear el interior, que no es más que negrura. La sensación de que algo va mal me golpea con más fuerza en medio del silencio. Este sitio pertenecía a palacio, y les aportaba hortalizas y frutas todo el año, pero fue abandonado al poco tiempo por varias causas: Una, porque la gente pobre no paraba de entrar a robar. Reventaba los cristales de la fachada y colaba a los niños para que cogieran todo lo que pudieran antes de que los guardias se dieran cuenta. La segunda es porque no dejaba de inundarse. Está prácticamente en la orilla del Sena, y cada vez que había tormenta y el caudal aumentaba, todo se llenaba de agua y barro. Ahora palacio tiene su propio invernadero en los jardines y este lugar no es más que un montón de basura.

―Quedaos aquí.

―Señora, no puedo permitir...

Me vuelvo hacia Enzo y le señalo.

―No entres.

Y arrebatándole el farolillo que lleva, empujo la puerta por el barro hasta que consigo abrirla.

Aún quedan baldas, mesas de trabajo y macetas destrozadas y dispersas por todo el invernadero. El barro se amontona por todas partes y en él crecen sin parar montones de insectos que revolotean a mí alrededor sin parar. Las plantas que fueron abandonadas han crecido como enredaderas que ascienden por las vigas de este sitio. Las estanterías están combadas, tiradas por el suelo, y llenas de moho.

Avanzo con dificultad.

―¿Lottie?

Huele fatal. A agua estancada y a barro y a tierra sucia. Quiero cubrirme con la mano, pero seguramente el olor cale por la tela de la manga de mi vestido. Noto la humedad colándose a través del cuero de mis botas y los bajos del vestido empapándose.

Me vuelvo un instante. Veo los farolillos de los guardias, que esperan en la entrada a que regrese.

―¿Lottie? ¿Estás ahí?

Esta vez lo pregunto más alto.

―Au―me golpeo por instinto en el brazo―. Mierda.

Cuando aparto la mano, una abeja muerta que acababa de picarme cae sobre el barro. Otra se precipita hacia mí y la aparto de un manotazo. Casi en seguida, una tercera comienza a revolotear a mí alrededor. Las escucho. Las escucho a ellas y escucho a las moscas, zumbando de manera furiosa un poco más allá. Así que alzo el farolillo y avanzo hacia el origen de ese murmullo desagradable. Quizá sea algún animal que ha venido aquí a morir. Casi al final del invernadero, sobre una mesa llena de agua estancada y moho que flota sobre ella, veo una figura. Tengo que alzar un poco más el farolillo para ver el cuerpo de Lottie, lleno de picaduras y moscas alrededor de la herida de su cuello, de sus labios y de sus ojos, que parecen mirarme sin vida.

Con un grito ahogado, el farolillo resbala de entre mis manos. Cuando el cristal se parte contra el suelo y la vela se extingue, aún puedo ver su la silueta de su figura. Retrocedo, tropezando con mis propios pies y golpeándome con las estanterías que aún siguen en pie, y cuando me vuelvo dispuesta a salir corriendo, choco con el cuerpo de Philip, que me abraza con firmeza. Yo araño con fuerza la tela de su chaqueta intentando dejar de temblar, mientras las rodillas me fallan y las lágrimas comienzan a brotar. 

Sangre azulDonde viven las historias. Descúbrelo ahora