Desde que Latimer se fue tengo que organizar por mí mismo los encuentros con Mishi. Busco desesperadamente a alguien tan capaz cómo él para que se encargue de mis asuntos, pero es imposible. Nadie, ni siquiera mi madre, me conoce cómo lo hacía él. Siempre iba un paso por delante de mí, adelantándose y ofreciéndome algo antes incluso de que pudiera llegar a desearlo. Pero ahora no está.
Es evidente que la bastarda ha tenido algo que ver en su destierro, pero no puedo demostrarlo. Él no sería tan estúpido de mandar hacer algo que podría hacer él mismo. Los intermediarios nunca son una buena idea. Si hubiera querido matarla, se hubiera quitado del medio a Enzo, se hubiera colado en su dormitorio, y la hubiera apuñalado hasta morir. Esa imagen me encanta. Su cara de sorpresa, que después se tornaría en medio al ver la daga. Y luego nada más. Sábanas manchadas de sangre y su rostro perdiendo la vida. Qué sencillo sería, pero qué dificultades traería en mi llegada al trono. Si muere en palacio todos los dedos me señalarían. Pero aun así, ahora más que nunca, lo deseo. Deseo que muera, porque solo recordarla ahí, en el trono, con aire de suficiencia y observando cómo mi mejor amigo era sacado a rastras de la corte, me enferma. Me llena de una rabia personal que mi madre siempre me ha dicho que un príncipe no debe de tener. No debe nublarle nada. Ni el odio, ni la rabia, ni el amor.
―Buenas noches, futuro rey de Francia.
Mishi se desliza hasta mí, en bata y descalza, y cuando se coloca a mi espalda y comienza a quitarme la chaqueta murmulla:
―Te he echado de menos.
Huele al perfume que le regalé.
―¿Dónde está Latimer?
―Se ha ido―murmullo.
―¿A dónde?
―Ha sido desterrado.
Sus manos, que se paseaban por mis brazos, se detienen. Se vuelve y se coloca frente a mí.
―¿Por qué?
―Ha sido acusado del intento de asesinato de la princesa Gabriella.
Su estrecho ceño se frunce.
―¿Y tú sabias eso?
―Latimer no fue.
―¿Y entonces por qué has permitido que...?
―Porque el hombre que dijo recibir sus órdenes llevaba una de sus dagas. Podían haberlo ahorcado, pero la benévola princesa Gabriella le permitió seguir con vida si no regresaba a París jamás.
Suspira.
―Probablemente ha sido cosa suya. Ella sabe que Latimer es importante para ti.
―Es demasiado estúpida para organizar algo así.
―Oh cariño, no subestimes a una mujer por su aspecto. Eso sería un gran error. Si me permites un consejo...
―La última vez que me aconsejaste mis hombres acabaron muertos en un callejón y la princesa salió viva del teatro.
Intenta alejarse, pero yo le cojo de la muñeca y se lo impido. Muy cerca de mí, bajo la voz:
―Mi madre se encargará de todo.
―¿Y eso no te avergüenza? ¿Qué futuro rey de Francia se deja mandar por su madre?
Le aprieto la muñeca, tanto que siento sus huesos bajo la presión de mis dedos. Clava sus ojos en los míos, como si fuera una bestia salvaje que acaba de caer en una trampa pero va a mirar a la muerte a los ojos hasta el último instante de su insignificante vida. Cuando por fin la suelto, le arranco la bata.
―Haz tu trabajo, puta. Para eso te pago.
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Sangre azul
Historical FictionParís, 1638, XVII. Gaby nunca ha dado un paso más allá de la verja que separa la plaza con palacio. Para ella el mundo que se erige a ese lado es desconocido y extraño. Gaby pertenece al bajo París, al de la podredumbre, las rameras y los borrachos...