Capítulo 17

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―¿Y tú traje azul?

Jarvis carraspea y se pasea las manos por una chaqueta amarilla que nunca le había visto llevar.

―Hemos recibido una visita importante a la par que inesperada, milady.

―¿Qué visita?

―El hermano del rey, el joven Antoine.

Parpadeo un instante, aún en la orilla del Sena, intentando que los nombres y los rostros tomen forma en mí cabeza. El rey tuvo dos hermanos en una época en la que yo no había nacido aún, y todo lo que sé sobre ellos es lo poco que aún se habla, de vez en cuando, por las calles. Claro que mi profesor de geografía y encargado de la biblioteca me prestó un par de tomos sobre la familia real que insistió en que estudiara, pero no lo hice. Nunca lo hago.

Se cuenta que el más mayor, un muchacho guapo y bien formado al que le encantaba la caza y las mujeres, mientras paseaba con una dama su caballo se asustó, echó a galopar, y el príncipe cayó. Se golpeó la cabeza y murió en ese mismo instante. París estuvo de luto por su príncipe favorito y futuro rey durante semanas, incluso meses, hasta que se acostumbraron a que el príncipe Eduardo fuera ocupando su lugar poco a poco. Pero esa historia no es la preferida de la gente. Al populacho le encantan las conspiraciones y las tramas palaciegas, así que cuando el hermano más pequeño de los tres desapareció de la faz de la tierra al cumplir diecisiete años, los chismes lo inundaron todo. La paranoia llegó a tal punto y los rumores fueron tan incendiarios, que palacio tuvo que dar un comunicado oficial diciendo que el pequeño Antoine se había unido a la vida eclesiástica para servir a Dios.

¿Qué si suena a escusa? Bueno, ahora que conozco el probable futuro de Theodore diría que sí. Claro que Antoine no tenía por qué ser apartado. Era el hermano pequeño del legítimo heredero, nada más. Su vida en palacio se hubiera resumido en montar a caballo, ir a fiestas, y pasar los veranos en el campo. ¿Qué príncipe criado entre algodones rechaza eso por estar todo el día rezando?

―¿Por qué ha venido?―pregunto mientras atravesamos palacio.

Jarvis evita contestar a mi pregunta, aunque tengo la sensación de que no lo sabe. No sabe por qué está aquí. «Está de visita», podría haber dicho. «Ha venido a ver a su amado hermano, a su querida nuera, y a su adorado sobrino.» Pero no lo ha hecho, así que su desconocimiento debe ser el mismo que el mío.

Subimos a la planta superior del palacio, dónde están los dormitorios, y abre una de las puertas. Huele a rancio, como si hiciera mucho tiempo que nadie pasara por aquí. Las cortinas están cerradas y apenas entra luz que la ilumine. En el interior, una de las dos sirvientas que me esperaban se precipita a descorrer las cortinas.

―La ayudarán a vestirse.

―Creía que el rey no quería que el servicio...

―Son de confianza. No dirán nada.

Ya. Seguro. Seguro que no están deseando llegar a un lugar tranquilo y contarles a sus amigos de confianza que esa joven que anda por palacio desde hace tiempo no está aprendiendo a servir, sino que es la hija bastarda del rey. Ellos no contarán nada, hasta que se topen con otros amigos de total confianza en los que confían plenamente que no lo contarán por ahí. Y así sucesivamente hasta que todo París conozca de mi existencia.

Jarvis me empuja ligeramente con la punta de los dedos para que entre y cierra a mi espalda. De pie, sin avanzar, reviso el cuarto de punta a punta. Todo tiene una leve capa de polvo. Las cortinas. La cómoda. La alfombra. Incluso la funda de las almohadas. Una de las sirvientas abre la puerta del armario y saca un vestido cubierto con una tela que la protege de las polillas. Colgados hay, al menos, diez más. Cuando mis ojos topan con el tocador y lo veo lleno de polvos para la cara y cepillos, pregunto:

Sangre azulDonde viven las historias. Descúbrelo ahora