Esa misma tarde se me proclama reina. Dado las abruptas circunstancias que han acontecido estos días, el primer ministro opina que lo mejor es esperar unos días a que todo se tranquilice antes de celebrar la ceremonia oficial, con todo lo que conlleva eso: Nobles, bailes, saludos desde la entrada de palacio al pueblo... Una especie de presentación en sociedad pero mucho más observada. Lo veo tan lejano e improbable cómo la primera vez, pero esta vez creo firmemente que solo se quedará en eso: En una imagen desdibujada en mi cabeza. Como el primer ministro aún no sabe muy bien cómo va a manejar el suceso de Theodore, nos dirigimos en secreto a la capilla de palacio y allí me colocan la corona, casi en secreto, con solo un par de testigos. Es agradable que sea él quien tome toda la responsabilidad. No estoy segura de si hubiera podido manejarlo tan bien cómo lo está haciendo él. Me acompaña hasta mis aposentos. No deja de darme su apoyo, pero también me advierte de que será una etapa dura y complicada, llena de enemigos e intentos de atentados contra mi vida. Apenas le escucho. No puedo hacerlo por más que quiera. Cuando llego a mis aposentos, me quito la corona y escribo dos cartas mientras Anna se la prueba sin parar frente al espejo. Arienne está sentada, sin pronunciar una sola palabra, pálida cómo la nieve. No hemos vuelto a hablar desde que nos encontramos en casa de Dempsey Lena, pero puedo ver en su rostro el odio y la rabia y la frustración. No sé qué hablarían Jac y ella cuando yo me marché, pero no me siento orgullosa de lo que hice. Si quería sentir como la venganza ahogaba el dolor que me había provocado Philip, no funcionó. Me sentí incómoda durante mucho tiempo, y no creo que esa sensación se marche. Tampoco creo que pueda volver a Jac del mismo modo en que le veía antes. ¿Seguimos siendo amigos? No lo sé. Puede que algún día la pida perdón por la confusión. A Arienne, quiero decir. No me hubiera dejado guiar por el dolor si hubiera sabido que él era el chico al que se refería en sus conversaciones con Anna. ¿O sí? No lo sé. Creo que ya no sé nada sobre mí misma.
Una de las cartas la envío de inmediato, aunque probablemente la persona que la reciba ya sepa lo que voy a decirle. La otra se la doy a Enzo. Sé que la guardará en un lugar seguro hasta que sea el momento. La última carta, la más importante, la envié hace días. La noche en la que el rey murió. Con un suspiro cargado de miedo y nerviosismo, observo la plaza por la ventana. De fondo escucho a Anna y Arienne, que hablan sobre cómo van a ser sus vidas a partir de ahora. Parecen preocupadas por las reacciones que pueden acontecer la muerte de Theodore. Por mucho que fuera un príncipe español, su madre hizo muchas promesas que ahora no va a poder cumplir.
Mis ojos viajan hasta la misiva que envió Philip hace días, justo después del día del rey. Aún no la he leído, a pesar de que cuando me enfrenté a Theodore en aquella pradera y creía que iba a morir una de esas cosas de las que me arrepentía era de no haberlo hecho. Paladeo. Trago saliva. Miro de nuevo por la ventana y aferro con fuerza el quicio de la ventana. Creo que tengo miedo a lo que me haga sentir, porque sé que probablemente no pueda estar más herida o enfadada después de leer la carta. Temo que ese dolor se adormezca, que se difumine, que desaparezca. No quiero perdonarle. No se lo merece. Miro la plaza. Tranquila, con nubes de tormenta formándose sobre ella y esa extraña calma que precede a la tormenta. Vuelvo a mirar la carta y, esta vez sí, avanzo hasta ella y la abro. Tomo aire antes de empezar a leer.
Querida Gaby,
No sé si te lo habrán contado alguna vez, pero a los chicos de casas nobles se nos enseña desde niños a no cometer errores en público. Si te equivocas debe de ser entre cuatro paredes, a tiempo para rectificar y limar cualquier fallo y evitar así que suceda delante de alguien importante. Si tartamudeas, es mejor que no hables o digas frases cortas. Si seseas, estudiar sinónimos para no usar palabras que contengan la "s". Lo importante siempre ha sido aparentar una perfección que no existe y, aun así, siempre he tenido la sensación de que los Marsac estaban hechos de otra pasta. Ni un solo escándalo, ni una sola crítica. Nací y crecí rodeado de hermanos que eran prácticamente perfectos. Aprendieron antes que yo a leer y a escribir, mejoraron en esgrima mucho antes de que lo hiciera yo, y podían recitar poemas de memoria cuando yo ni siquiera había aprendido a hacer rimas. Cuando montábamos mi caballo siempre resultaba ser el más lento y cuando salíamos a cazar mi presa la más pequeña. Después, con los años, mi hermano Pier nos dio la buena nueva de que probablemente y en unos pocos años se convierta en papa, y Gilles fue nombrado capitán general del ejército francés. Siempre fueron muy competitivos, pero yo nunca he tenido la necesidad de ser mejor de lo que son ellos, aunque supongo que en algunos momentos dados de mi vida me pregunté si podía hacer algo más aparte de ayudar con el negocio familiar. Así que, cuando se dio la oportunidad, me comprometí con la princesa Isabelle. El rey compartió conmigo y con mi padre sus planes de hacerla heredera y eso me convertiría en rey de Francia. ¿No es eso equivalente a ser papa? Creí en ese instante que sí. Que era una buena idea. Que ayudaría a que la familia y sus intereses alcanzaran límites casi imposibles. Casi perfectos.
Isabelle era una chica preciosa, amable, y encantadora, justo como le enseñan ser a cualquier chica noble. Las toman de niñas y las observan durante meses para saber qué mejorar, que cortar de raíz, o qué explotar. Si no son demasiado bellas pero si inteligentes, las enseñan a cantar o a leer poesías. Si son demasiado habladoras, la enseñan a callar. Si tienen opinión propia sobre algún tema, la aplastan. Todas las mujeres nobles deben entrar en un canon de perfección que, inevitablemente, no existe. Isabelle era así. Era la máxima expresión de una joven de su tiempo. Cualquier chico podría haberla amado, pero yo no lo hice. Cuando apenas quedaban unos meses para la boda, me arrepentí y avisé al rey de que iba a romper el compromiso. Isabelle lo escuchó todo y se quitó la vida, y llevaré esa carga conmigo toda la vida. Fue la culpa la que me llevo a aceptar un compromiso con alguien a quien el rey ni siquiera había encontrado todavía. Me convencí de que no me importaba cómo fuera, cómo se comportara o el color que tuviera su alma. Me casaría con ella porque había dado mi palabra. Y un noble nunca falta a su palabra.
No te esperaba a ti. En ninguno de los pensamientos que había dedicado a dibujar a la futura princesa de Francia pude haber imaginado, jamás, a alguien cómo tú. Eres París, puro París. Valiente e indómita y terca como ella. Guardamos el secreto del compromiso porque el rey estaba convencido de que terminarías por acostumbrarte a la vida de palacio. No lo hiciste, después de todo, y supongo que esa fue una razón de peso que hizo que me enamorara de ti. No creo que exista nada más valioso en alguien que ser fiel a uno mismo. Tú lo eres. Yo no. Yo me vendí al mejor postor únicamente para competir con mis hermanos, para mejorar el nombre de mi familia, cuando la realidad es que solo quiero comprar y vender tela. Teñirla, cortarla, distribuirla. Trabajar. Quiero tener un establo lleno de caballos y empleados que me aprecien. Llegar lo suficientemente cansado a casa cómo para tener que rechazar todas las fiestas a las que me hayan invitado y dormir muchas horas. Despertarme junto a una mujer que ame. No tener que aparentar. Tener tres o cuatro críos que crezcan del modo que quieran crecer, sin coartarles, sin decirles que ser tímidos, asustadizos, listillos o cabezotas es algo malo. Pero en mi mundo eso no es posible, y tampoco sé si podría sobrevivir en otro distinto. Tú, en cambio, eres una superviviente. Admiro eso. Admiro muchas cosas de ti que no he llegado a decirte.
Lo siento. Realmente espero que perdones que te mintiera, que te ocultara la verdad. Siento haberme marchado aquel día y no observarte dormir hasta que te despertaras. Siento no haber impedido que el cardenal te hiciera daño, que te encarcelaran en una corte. Siento no poder haber hecho más, porque probablemente hubiera podido hacerlo si hubiera salido de esa perfección que todos fingimos y aparentamos.
Te quiero Gaby. En una nobleza podrida, llena de secretos y de apariencias, tú eres lo más puro que he conocido. Quizá, sencillamente, es porque no perteneces a este mundo.
Philip Marsac.
Llaman a la puerta. Cuando doblo la carta en dos, Enzo se asoma al cuarto.
―Es Victoria―dice―, ella y una tercera parte de la guardia real han desaparecido de palacio.
Asiento. Es justo lo que esperaba que ocurriera.
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Sangre azul
Historical FictionParís, 1638, XVII. Gaby nunca ha dado un paso más allá de la verja que separa la plaza con palacio. Para ella el mundo que se erige a ese lado es desconocido y extraño. Gaby pertenece al bajo París, al de la podredumbre, las rameras y los borrachos...