―Aquí están, bollos de mantequilla para la mejor chica de la casa de Dempsey Lena. No os ofendáis, hoy es su día.
―¡Eso! ¡Hoy tenéis que mimarme!
Entro en el comedor con una bandeja llena y aire ceremonial. La ventana está abierta, pero en esta casa siempre huele a una mezcla de perfume barato, sudor y polvo que nadie se para a limpiar. Es un olor difícil de eliminar, que se cuela en las sábanas y en las paredes, pero hoy, por una sola vez, todo olerá a caramelo y azúcar. Al menos por unas horas.
―¡Que buena pinta! ¿Ha sido Jac? ¿Te ha pedido él? Que granuja... ¡Como nos cuida!
Las cinco chicas que hay dispersas por la mesa apartan sus platos, aún llenos de un escaso y triste desayuno, y clavan la vista en los pequeños bollos que relucen y brillan aún calientes. Entrelazan las manos sobre la mesa y se relamen.
―Lottie, es tu cumpleaños, así que haz el honor.
Lottie es una chica delgada, con el pelo color castaño y un montón de pecas y grandes lunares oscuros que le salpican la cara y el cuerpo. Elige uno cuidadosamente uno de los bollitos y le da un mordisco. Tras unos breves segundos de reflexión, saboreándolo con sumo cuidado, hace un gesto para que las demás chicas cojan uno.
―Están riquísimos―dice―, dale las gracias a tu padre de mi parte.
―Lo haré.
―Si mi padre hubiera sido panadero como el tuyo―dice Etta con la boca llena―, abría engordado hasta reventar.
―Vas en buen camino.
Las chicas se ríen, pero Etta hace como si no las escuchara mientras el azúcar del bollo que devora cae sobre su redondeada panza.
―Qué pena lo de la princesa Isabelle, ¿eh? ¿Qué la habrá ocurrido?
―Habrá muerto de aburrimiento―dice Lottie con malicia―. Todo el día reverencia por aquí reverencia por allá.
―Yo creo que era una niña adorable.
―Pero si no la conocías. ¿Cómo puedes saberlo?
―Yo la vi una vez―murmulla Celia―. En su doce cumpleaños, creo. Salió a la puerta de palacio y saludó con un mohín aburrido en la cara. Estaba tan pálida que parecía enferma.
―¿Y qué narices hacías en la plaza? ―pregunta Lottie― Ni que fuerais perros esperando pan duro.
―Mi madre estaba obsesionada con la realeza. Era muy pesada. ¡Lloraba a sus muertos como si fueran suyos! Incluso quiso ponerme el nombre de Victoria cuando nací, pero mi padre le dijo que de eso nada, que su hija no iba a tener el nombre de una perra española.
―Sí, sí―canturrea Lottie―, se escucha por ahí que la frígida de la reina no es tan frígida después de todo.
Los rumores suelen infectar la ciudad igual de rápido que lo hace una enfermedad. Salta de las barberías a las tabernas y de las tabernas a las carnicerías. Se propaga y se acomoda junto al fuego de las casas, dónde se relame en la intimidad de las conversaciones del hogar. Los susurros que provienen de lejos de los suburbios se cuelan por todas partes y alimentan las conversaciones del populacho durante semanas. Incluso meses. Algunos, la mayoría en realidad, se terminan olvidando. La gente pierde interés en ellos. Otros calan a tal profundidad que pasan de generación en generación. Como ese rumor que dice que el príncipe Theodore no es hijo del rey. Que la reina tuvo un escarceo con uno de sus guardias cuando viajó a España para visitar a su familia del que nació Theodore y que, por miedo al escándalo, el rey decidió aceptarlo como suyo. Rumores, ¿quién sabe cuáles creer y a cuáles hacer oídos sordos?
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Sangre azul
Historical FictionParís, 1638, XVII. Gaby nunca ha dado un paso más allá de la verja que separa la plaza con palacio. Para ella el mundo que se erige a ese lado es desconocido y extraño. Gaby pertenece al bajo París, al de la podredumbre, las rameras y los borrachos...