―No entiendo por qué papá no disfruta del teatro.
―No lo sé.
―Yo creo que ese «pedido especial» que va a ocuparle «mucho tiempo», solo es una excusa para no venir con nosotros.
―No lo sé.
―¿Crees que era mentira?
―No lo sé.
Opie resopla.
―¿Sabes algo, mujer?
Sonrío con malicia.
―No lo sé.
Estamos en las inmediaciones del teatro esperando a que los asistentes de mayor clase social, los nobles, pasen antes que nosotros y ocupen los palcos superiores.
―¿No puedes hacer algo?―me susurra Opie.
―¿Con qué?
Levanta las cejas mientras señala el montoncito de vestidos y trajes elegantes que entran poco a poco al teatro.
―Sería bastante impresionante ver la obra desde un palco.
Le doy un par de palmaditas en la espalda.
―Eso no va a ocurrir.
No va a ocurrir porque uno, que nos colocaran en el mejor palco de todo el teatro conllevaría tener que decirles quien soy. Y dos, aunque lo hiciera, ¿por qué iban a creerme? Puede que Antoine diga que mi existencia es un secreto a voces, pero no para esta gente. Para ellos, mucho después de que se sepa quién soy, solo seré un nombre. Siempre permaneceré lo suficientemente lejos de ellos para que solo distingan un rostro desdibujado dentro de un enorme vestido.
Cambio el peso de mi cuerpo de un pie al otro.
El teatro no es especialmente grande. Están construyendo otro, en una zona mucho más elegante de París, con las entradas lo suficientemente caras como para que solo los señores y las señoras puedan acudir. Según Opie, el único interesado en cómo avanzan las obras, está «casi listo». Hasta entonces, hasta que ese esté listo, pobres y ricos se apelotonan en un pequeño recinto redondo construido mucho más cerca de la panadería que de palacio. Opie dice que es una copia barata del teatro de Shakespeare, en Inglaterra, pero no sé de dónde se ha sacado eso porque él nunca ha estado en Inglaterra. Él solo dice que los franceses tenemos envidia de los ingleses porque aquí no hay dramaturgos de calidad. Mi padre siempre le da una colleja para que se calle cuando parlotea a gritos. «No digas esas cosas―le increpa―. Cómo la guardia te escuche... ¿Es que quieres que te azoten?»
―Adelante.
Las señoras, con sus faldas llenas de polvo, se apresuran a dar sus entradas para pasar al patio y coger un buen sitio. El techo está abierto y la luz de la luna se refleja justo en el escenario. Algunos participantes de la obra se apresuran a terminar de colocar los decorados mientras la multitud se va apiñando en el corral.
―Aquí, aquí―dice Opie―, aquí es perfecto.
Estamos a un par de metros de distancia del altillo de madera en el que se representa la obra, justo detrás de un grupo de hombres de recatada altura que va a evitarme tener que ponerme de puntillas o levantar la barbilla durante toda la obra. Cuando tengo gente detrás, delante y a los lados, me vuelvo y reviso los palcos, dónde hace tiempo que los nobles se han acomodado. Los reviso uno a uno, con cuidado, hasta que topo, sin quererlo, con Philip Marsac. Va acompañado del único descendiente masculino Gareau y de un Biss (no el Biss de Lottie), y se ríen sin parar sobre quién sabe qué. Como si notara mi mirada clavada en él, revisa el patio y da conmigo. Yo doy un respingo y clavo la vista en el escenario.
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Sangre azul
Historical FictionParís, 1638, XVII. Gaby nunca ha dado un paso más allá de la verja que separa la plaza con palacio. Para ella el mundo que se erige a ese lado es desconocido y extraño. Gaby pertenece al bajo París, al de la podredumbre, las rameras y los borrachos...