Mi estación preferida es la primavera. Incluso después del invierno más frío, la vida logra florecer. La hierba crece entre la nieve que comienza a derretirse, los árboles comienzan a dar sus primeros frutos, y los alrededores de los ríos se llenan de libélulas.
Sentada bajo la sombra de un árbol saludo a las figuras que se mueven en la lejanía antes de mover entre los dedos la que fue, durante al menos unas horas, mi corona. Supongo que es curioso que después de tanto tiempo queriendo que esa vida acabara la conserve. Después de un tiempo de reflexión he llegado a la conclusión de que no es bueno olvidar, ni siquiera aquello que te ha maltratado o te ha hecho daño. Cuando olvidas corres el peligro de repetir los mismos errores de antaño.
Hace nueve meses que todo acabó y, a pesar de ello, sigo sintiendo el calor de las antorchas en mi rostro. El agua colándose por mi vestido. Mi nombre gritado con desprecio. La tripa de cordero que Enzo escondía y con el que simulamos mi sangre cuando me «apuñaló». El temor de que no fuera suficiente para el cardenal o Victoria y que mi padre u Opie terminarán también en el río, con el cuello cortado o una daga atravesando su corazón. Fue un plan arriesgado, lo sé, pero todo el mundo debía ver cómo moría para que no intentaran buscarme. Si no era claro que mi vida había acabado, si quedaba una sola esperanza de que había escapado, de que había intentado desaparecer, entonces me hubieran buscado sin descanso y no hubiera podido vivir. Debía ser un espectáculo, una obra teatral con todos los ojos puestos en un solo punto del escenario. En todos los escenarios que había planeado, el que al final terminó ocurriendo fue el mejor. Allí estaban, soldados, guardias, y sobre todo el cardenal. El más importante. Él vio mi estómago ensangrentado y mi cuerpo hundiéndose en el río.
Tardé mucho en saber lo que ocurrió después, pero si hubieran ganado, el cardenal le hubiera contado a la reina lo que ocurrió conmigo y ella le hubiera creído. No creo que llegaran a tener esa conversación. Palacio siempre intenta ser lo más hermético posible respecto a sus asuntos, a pesar de que se trate de una guerra campal en pleno París, pero sentí cierto alivio al saber que habían perdido. No quería que Victoria fuera reina. La descubrieron poco después intentando huir a España, pero fue detenida junto al cardenal y llevados a la Bastilla. No sé qué provocará eso. No sé qué pensará España de que una primogénita suya esté en prisión, pero eso no es asunto mío. Probablemente, para evitar un conflicto o una guerra, la dejen marchar. ¿Al cardenal? No lo sé. Quizá regrese a Roma, aunque no sé si la iglesia le aceptará. Sé que su final no es una celda o una horca. La Bastilla solo es para los pobres. No me importa. No me importa si salen de Francia o se quedan en París. Yo ahora no soy más que un miembro de una pequeña aldea en la frontera con Suiza, alguien que se dedica a hacer pan, a cultivar un huerto, y a criar caballos de trabajo. Los temas de la corte... Bueno, son demasiado lejanos para mí.
¿Qué quién es el rey ahora? Bueno, Enzo guardó bien la carta que le di y se la dio al primer ministro con la excusa de que «la reina Gabriella era consciente de su delicada situación y, en caso de morir, no quería dejar sin sucesor al trono de Francia.» Claro que, ¿se hubiera notado la diferencia si no hubiera reyes o reinas? Probablemente no. Francia hubiera seguido funcionando. Nadie hubiera notado la diferencia. El caso es que un grupo de soldados fue al monasterio de Bethléem y llevaron al nuevo rey Antoine II a París, a su nueva residencia. Puede que su salud sea delicada, y probablemente no pueda reinar más que unos pocos años, pero serán lo suficientes para que el ambiente se calme y él elija a un buen sucesor. Probablemente lo haga mejor que yo.
No, nunca he sabido quienes son los miembros de la Fraternité de France, pero no llegué a ser consciente del poder que tenían en París hasta mucho después de marcharme, cuando me senté a pensarlo. Es una red de comunicaciones, de secretos, de personas que son algo pero en la sombra son otra cosa. No creo que llegue a averiguar jamás quienes componen su grupo. No me atrevería a mandarle una carta a Antoine para preguntárselo por nada del mundo. Después de todo, aunque fuera un aliado, sus intereses eran tan personales cómo los de cualquiera. No, la única persona en la que confío mi anonimato es Enzo. Prometió mandarme una carta cada diez meses con información sobre el mundo en el que viví. Lo haría de manera escrupulosa hasta que yo dijera basta. Hasta que no me interesara nada de París. Pero, por ahora, le permitiré que siga informándome:
ESTÁS LEYENDO
Sangre azul
Historical FictionParís, 1638, XVII. Gaby nunca ha dado un paso más allá de la verja que separa la plaza con palacio. Para ella el mundo que se erige a ese lado es desconocido y extraño. Gaby pertenece al bajo París, al de la podredumbre, las rameras y los borrachos...