Capítulo 3

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El patio trasero de la casa de Dempsey Lena, al que se accede a través del callejón, se llena de música en cuanto cae el sol. Nudillos pertenecía a un poblado gitano que iba de aquí para allá sin llegar a pararse demasiado tiempo en un sitio, y cuando llegaron a París, él decidió quedarse y el resto continuó sin él. Aunque pasó más tiempo siendo parisino que gitano nunca olvidó sus raíces y aprovechaba cualquier instante para enseñarnos una canción, alguna receta típica hecha con los desperdicios de los animales, o remedios caseros para la resaca, el resfriado o el malestar de estómago. Bebía y miraba al horizonte y yo sabía que, aunque estaba con nosotros, su mente estaba muy lejos de París. Tenía esa habilidad. Se trasladaba allí, a su hogar. A los bailes alrededor de las hogueras, a los caballos, a las caravanas, a las mujeres gitanas con su aspecto misterioso y los ojos pintados de negro. Alcanzaba, en unos instantes, la satisfacción que alguien debe de sentir después de volver a casa después de mucho tiempo.

«El hogar siempre se lleva en el corazón― decía―, aunque no sea más que un colchón lleno de pulgas en la parte trasera de un carro. ¿Y sabéis por qué es así? Porque la familia está en el hogar, y la familia es lo más importante que existe. Por encima de cualquier cosa.»

Todas las chicas de la casa están allí, incluso las que se fueron hace años y que han vuelto a reunirse con sus antiguas compañeras para la ocasión. Formando círculos de vestidos destrozados por el tiempo, con sus corsés ligeramente abiertos por el pecho y las mejillas empapadas de colorete. Pero las piernas sin ligas. Al menos por hoy. Están ahí, bebiendo y riéndose sin parar, apartando las manos largas de los borrachos que remolonean por allí sin dejar de sonreír. Están acostumbradas, supongo. Jac se acerca a uno de ellos y le advierte con una sonrisa forzada: «Esta noche no, amigo, esta noche estamos aquí para despedirnos de Nudillos.» Y el tipo, con las mejillas sonrojadas, los ojos brillantes y una jarra de cerveza en cada mano, asiente y pide perdón sin apenas conseguir sostenerse en pie.

―Mi padre envía sus disculpas por no poder asistir―aunque Opie se dirige a Jac cuando se acerca para darnos la bienvenida, sus ojos viajan de manera distraída por la multitud, buscando―, tenía trabajo pendiente.

Cuando da con Agnes, una pequeña muchachita de pelo rojo y ojos color miel, se disculpa de nuevo y se precipita hacia allí. Nosotros nos volvemos y le seguimos el rastro. Le observamos abrirse paso entre la gente.

―Le va a dejar sin nada―murmullo.

―¿Y qué puedo hacer yo? Están enamorados.

Le miro con los ojos en blanco y él sonríe.

―De acuerdo: Él está enamorado.

―¿Y para quién es bueno eso?

―Para Opie.

―No, para Opie no.

―Por supuesto que sí. ¿Qué hay más bonito que el amor en la vida?

―¿Te refieres al amor por el que se paga? Porque esa es la clase de amor que le da Agnes a mi hermano.

Vale, quizá no sea bueno para Opie. Pero es bueno para Agnes. Y para mí, claro―juguetea con una moneda―, porque me llevo una parte de sus ganancias.

―Cuando llegue la hora serás tú quien hable con mi padre, ¿qué te parece? Le contarás porqué el idiota de su hijo se ha gastado todo el dinero que gana en una mujer.

Se vuelve hacia mí con un breve suspiro. Lleva una jarra en la mano, pero hace tiempo que está vacía, así que la deja en el primer sitio que encuentra. Con los brazos cruzados, me mira. Las hogueras que iluminan el patio se reflejan en sus ojos.

Sangre azulDonde viven las historias. Descúbrelo ahora