Capítulo 9

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No consigo conciliar el sueño hasta que las primeras luces del alba se cuelan por la ventana de mi pequeño y austero cuarto. Aun cuando se empiezan a escuchar los primeros signos de vida, la gente ir y venir, los caballos relinchar y patear las puertas de sus cuadras esperando su comida, permanezco completamente inmóvil, boca abajo sobre mi colchón de paja, la camisola arrugada por encima de las rodillas y la vista clavada en la ventana abierta. Averiguo la parte más alta de los tejados de las casas y un cielo gris plomizo que vaticina lluvias. Parpadeo. Un parpadeo largo, cansado. Tengo el estómago revuelto porque, aunque a primera vista no parece más que una mañana más, no lo es. No para mí, al menos, y no puedo evitar sentir envidia de las voces y las conversaciones y las risas mañaneras de la gente que pasa bajo mi ventana con sus tareas habituales y sus rutinas diarias.

Alguien llama a la puerta. Lo hace con tal firmeza que no puedo evitar que el corazón me dé un vuelco. De un salto, me levanto y me asomo por la ventana. Ahí, abajo, delante de nuestra puerta hay un pequeño carruaje de madera negra con la puerta abierta.

Me visto a toda prisa, y cuando me estoy atando los cordones del corsé mi padre llama dos veces a la puerta. No abre, solo murmura:

―Han venido a buscarte.

Me pongo las botas, pero no me ato los cordones. Troto a toda prisa escaleras abajo. Opie, que ya estaba encendiendo los hornos, levanta tanto la barbilla que creo que va a partirse el cuello.

―¿Está loco? ―le pregunto en cuanto abro la puerta―Era yo quien debía ir a palacio. ¿Por qué han traído un carruaje aquí?

El hombre, con la tez oscura y el pelo muy corto, me mira un instante sin expresión en el rostro.

―El rey ha creído que sería una buena forma de empezar su nueva etapa en la alta sociedad ver cómo es París desde un carruaje.

No, eso no es más que una idiotez. El rey solo quiere hacerme entender que saben dónde vivo. Que pueden venir aquí, cuando quieran, y hacer que todo el mundo descubra la verdad antes de que yo misma pueda contarlo. Si todo el mundo se entera entonces mi vida en la panadería sería imposible y, mucho antes de lo acordado, tendría que trasladarme a palacio. Así que, definitivamente, la palabra del rey no vale nada.

―Cuando quiera...

El hombre sube al carruaje y espera pacientemente a que me vuelva hacia mi padre y Opie, que me miran en la distancia.

―Volveré más tarde―murmullo.

Y entonces subo al carruaje, que se bambolea ligeramente, y me acomodo en un estrecho asiento. El hombre de la tez oscura cierra la puertecilla y yo me cuido de correr la cortina, para que nadie pueda verme. Y espero. Espero uno, dos, y hasta tres segundos. Pero como no nos movemos, me asomo y grito al conductor:

―¡En marcha!

Y con un respingo, azota al caballo y este comienza a trotar.

Es horrible. Es la sensación más parecida a subirse en una barcaza en un mar alborotado. El pequeño carruaje parece temblar sobre sus finas y delgadas ruedas, que atraviesan las calles descuidadas y llenas de desniveles provocados por las lluvias torrenciales. Durante un instante tengo la necesidad de descorrer la cortina y buscar un punto fijo en el que clavar la vista para no marearme. Pero no lo hago. Porque no quiero que nadie me vea aquí subida y sé que todo el mundo está mirando la estela de un elegante carruaje que no encaja en estas calles.

Si Opie comenzara a contar por ahí que me mareo en el interior de un carruaje, mi historia sobre la barca, el Sena y el vómito en sus zapatos dejaría de tener tanta gracia.

Sangre azulDonde viven las historias. Descúbrelo ahora