Capítulo 42

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François du Mans decía que la salud no entiende de pobres o de ricos. Etta, que le encantaba contradecirle, negaba con la cabeza sin parar, cosa que le ponía muy nervioso. Pasaban las horas discutiendo, aunque tengo la sensación de que era como si una cabra y una gallina intentasen ponerse de acuerdo. Completamente imposible. Ahora, con el paso del tiempo, habiendo sido pobre y habiendo sido rica, no puedo más que darle la razón a François. Casi siempre lo he hecho, más tarde o más temprano, ha demostrado ser mucho más sabio de lo que yo nunca seré.

La enfermedad ya llamó a la puerta de palacio hace años, con Antoine. Ahora parece que el rey también ha caído enfermo. Es como si su energía se agotara antes de que terminara el día. Le dan ataques de tos en los que apenas puede respirar, pierde el apetito, le tiemblan las manos y apenas puede mantenerse en pie. Su médico personal no para de venir a verle, además de unos pocos especialistas que traen consigo maletitas con instrumental en su interior. A pesar de ello, intenta continuar con su día lo mejor que puede. Reserva todas sus fuerzas para cuando tiene alguna visita, y luego se pasa el día descansando con un visible deterioro físico.

Desde hace algunos días el decible ha sido notable. Supongo que desde el momento en el que tuvo que dejar de disparar a platos para sentarse bajo una sombra y beber algo. La salud del rey comienza a empeorar notablemente y ya es complicado mirar hacia otro lado. Lo escucho casi en un susurro confidente, al pasar junto a la biblioteca. La reina habla con el médico real y le escucha con especial atención. No puedo evitar pararme y observar a través de la puerta entreabierta su figura madura y serena. No hay un solo gesto en su rostro que denote preocupación, o pena. Pero tampoco alegría o felicidad. Como de costumbre, la reina Victoria es la mejor actriz de toda la corte. Probablemente de todo París.

Por supuesto que para ella sería beneficioso que el rey muriera de aquí a un par de días. El príncipe Theodore no ha renunciado a su derecho de sangre todavía, cosa que no iba a hacer de todas formas, así que él sería el legítimo heredero y yo no sería más que princesa. ¿Qué pasaría conmigo si él muriera? Probablemente la reina tiene un plan para eso. Tiene mucho tiempo para pensar a lo largo del día, y si tiene un plan para hacer a Theodore rey y quitarme del medio, seguro que también ha pensado en la posibilidad de que el destino se ponga de su lado y quite al rey de su trono antes de que pueda obligar a Theodore a recluirse en una aburrida y eterna vida eclesiástica. ¿Me permitiría ser princesa, una sombra indiferente en una corte monstruosa? Probablemente, aunque ni siquiera nos cruzásemos en días, no. No lo haría.

Cabos sueltos.

Cuando paso junto al dormitorio del rey su ayudante de cámara está saliendo en ese instante, y durante una milésima de segundo puedo verle en su gigantesca y tosca cama, respirando con dificultad, envuelto en una apestosa mezcla de vapor y lavanda, cubierto por una manta roja y hundido entre almohadones. No puedo evitar encontrar similitudes con Antoine, cuando vino hasta aquí para conocerme, descansando antes de poder superar el camino de regreso al monasterio de Bethléem.

Respiro profundamente y desciendo las escaleras hasta llegar a la entrada de palacio. Allí, de pie, mirándolo todo con cierto recelo, Jac espera de manera inquieta intentando buscar un lugar adecuado en el que dejar descansando sus brazos. Al final los cruza. Mira a los soldados que hacen guardia en la entrada, y cuando me escucha, se vuelve hacia mí sin poder evitar un breve gesto de sorpresa.

―Bonito vestido―murmulla.

Con una irónica reverencia, le guío a través de palacio con un destino fijo. Por el camino Jac se para un par de veces ante algún retrato. Lo observa con cuidado y luego pregunta: «¿Este quién es?» Pero yo no sé responderle, así que muy amablemente, Enzo le resuelve todas sus dudas. Cuando seguimos avanzando, en voz baja, murmulla:

Sangre azulDonde viven las historias. Descúbrelo ahora