Llamo a la puerta mientras reviso de manera nerviosa los alrededores. De un momento a otro las callejuelas en las que he crecido se han convertido en un montón de espacios y recovecos oscuros en los que alguien puede esconderse para hacerme daño. Pero no quiero que esa imagen me acompañe para siempre. No quiero que mi corazón se llene de miedo y no pueda volver a caminar de manera tranquila por París. Pero aun así no puedo deshacerme del miedo. Vete. Largo. Ahora. No te necesito. Cuando veo la sombra de una vela que se enciende por debajo de la puerta, llamo con más ímpetu hasta que Jac abre. Ni siquiera le doy tiempo a que lo asimile. Le empujo, y cuando entramos, cierro con un portazo. Durante un instante me quedo así, con las manos sobre la puerta, cómo si esperara que de un momento a otro alguien fuera a intentar tirarla abajo. Cierro los ojos. Me esfuerzo porque los latidos de mi corazón vuelvan a ser normales, que mi respiración se tranquilice, y que mi cabeza deje de preguntarse si Opie habrá llegado a casa. Lo ha hecho. Está bien. Está a salvo. Y yo también. Así que fuera, es la última vez que te lo digo. Lárgate.
Me incorporo, me doy la vuelta muy despacio, y miro a los dos rostros que me observan con un carraspeo. Jac y Philip están ahí, de pie, y nunca había sentido que mis dos vidas estaban tan cerca la una de la otra.
―Gracias por abrir.
―Siempre es un placer verte―dice sin expresión en la voz.
―¿Podrías traer agua? ―le indico mientras subo las escaleras junto a Philip―, y algo de hilo. Y una aguja.
Jac asiente, nos sigue con la mirada, y se dirige a su despacho solo cuando desaparecemos en el piso superior.
―¿Es una casa de cortesanas? ―pregunta Philip.
Philip clava la vista en mi espalda, cómo si no se quisiera dejar llevar por ese instinto llamado curiosidad que haría a cualquiera echar un breve vistazo a través de las puertas entreabiertas. Con la respiración aún agitada, caminamos hasta el dormitorio de Jac y abro la puerta.
―Quítate la chaqueta.
Le ayudo, porque le duele. Luego hago lo mismo con la camisa. Huele a sangre, y siempre he odiado el olor a sangre. Y el color, y la textura. La última vez que estuve en el parto de una de las chicas, con todas las sábanas y las toallas empapadas, perdí el conocimiento y me golpeé en la cabeza contra la cómoda. Cuando desperté me vi toda la cara empapada y volví a marearme. A Jac le encanta recordarme esa historia.
―Siéntate―le digo―. Sangra bastante.
―Estoy bien.
Tengo un nudo en el inicio del estómago que va y viene hacia mi garganta. No son nauseas, pero casi. Cuando alguien llama a la puerta no espera a recibir respuesta. Lottie abre y no puede evitar un gesto de sorpresa al vernos. Con un cuenco de agua entre las manos y algo de hilo y una aguja, camina hasta nosotros y lo deja sobre la mesa.
―Gracias Lottie.
Alisándose el vestido y con una sonrisa amable, se aleja y cierra con cuidado.
―Tendría que haber elegido el carruaje, mi señora.
―Es tarde para eso.
Le limpio la herida con cuidado. El agua se tiñe de rojo en seguida.
―¿Ha podido ver el rostro de alguno?―murmulla.
―No.
―¿Y los de las máscaras? ¿Quiénes eran?
Tardo un segundo en contestar.
―Amigos.
―Eso sin duda, pero no había conocido jamás a nadie que peleara con disfraz.
Cojo el hilo y la aguja.
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Sangre azul
Historical FictionParís, 1638, XVII. Gaby nunca ha dado un paso más allá de la verja que separa la plaza con palacio. Para ella el mundo que se erige a ese lado es desconocido y extraño. Gaby pertenece al bajo París, al de la podredumbre, las rameras y los borrachos...