Capítulo 11

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Mi padre no me pregunta acerca de lo que hago en palacio. Está apático, triste, y con la mirada perdida desde hace días. Creo que es la culpa. Si él no hubiera insistido nada de esto hubiera ocurrido, pero fue él quien lo quiso. Quiso que acudiera a palacio y averiguara lo que ocurría en vez de esconderme hasta que todo se tranquilizara. Yo no le odio por ello. No podría odiarle por nada, por muy horrible que fuera cualquiera de las cosas que hiciera o se le pasara por la cabeza hacer. Pero no puedo hacer que él no se odie a sí mismo. Así que intento parecer menos afectada y más contenta de lo que en realidad estoy. Después de sentarnos a cenar comento mis clases con la mayor naturalidad que puedo, y me rio con Opie sobre la manera en que la vida funciona allí. Distinta, sin duda. Más remilgada y con «milady» y «milord» terminando todas las frases. Mi padre no dice nada. Se limita a asentir, con la mirada clavada en la comida e intercalándola con un traguito de agua. Pero a Opie le encanta. Sé que espera impaciente que regrese cada día para sentarnos a cenar y preguntarme sin parar sobre detalles irrelevantes en los que no he deparado. Lo prefiero, supongo. Prefiero un parloteo incesante a un silencio fúnebre.

No veo a Jac desde hace días. Cuando me despierto y me asomo por la ventana no está en la puerta cómo lo estaba antes. Para ver a la gente pasar, para dar la bienvenida a los clientes. Quizá es porque el amanecer es demasiado temprano. O tarde, según cómo lo mires. El horario de las putas no es el mismo que el del resto de profesiones, es un hecho. Pero tampoco está cuando regreso. Debe de estar ocupado, pienso. Es en la única deducción en lo que me apoyo.

El séptimo día, al volver de palacio, no puedo evitar caminar más despacio al pasar frente a la casa. Siempre miro las ventanas del piso inferior esperando ver un rostro familiar que se asome y que me invite a entrar, pero nunca ocurre. Dudo, viendo la puerta de la panadería desde aquí, pero al final lo hago. Entro. Es media tarde, así que hay muchos clientes que bajan y suben las escaleras acompañados de las chicas. Clientes a los que no les importa que la luz del día les delate. Risitas, gemidos, y peticiones a voz en grito. Me dirijo al comedor y me alegra ver que al menos Etta está ahí, sin hacer nada más que esperar que alguien venga a verla.

―¡Gaby! Gaby, Gaby, Gaby. Ya creíamos que te había tragado la tierra. ¿Dónde has estado metida esta semana?

No he dudado un solo instante en que Jac guardaría el secreto. No comentaría nada acerca de lo ocurrido con mi marca de nacimiento y lo que ha conllevado con ello con absolutamente nadie que no fuera mi padre, Opie o yo. Confío plenamente en él. Siempre lo he hecho.

―He estado... Ocupada―acierto mientras me dejo caer en una silla.

―¡Eso es una suerte hoy en día, querida! Que haya trabajo, que no haya un solo instante para sentarse y descansar, ¿eh? Nunca hay que quejarse de eso, hazme caso. Me lo decía mi madre, y mi madre siempre fue muy sabia.

―¿Cómo va todo por aquí? ―digo mientras apoyo los pies en una silla cercana.

Se carcajea.

―¡Pero si solo ha pasado una semana, Gaby! ¿Cuánto quieres que cambien las cosas en siete días?

«Si yo te contara...» pienso.

―Todo sigue igual. ¿Quieres un poco de agua? Hace mucho calor. Maldito verano.

―Estoy bien, gracias.

Nos quedamos en silencio. Bueno, todo el silencio que puede haber en una casa de esta clase.

«―¿Quieres que te hable en italiano?―se escucha a través de las paredes con un pum-pum-pum constante― Puedo hablarte en italiano si te hace feliz.

―Sí, por favor, háblame en todos los idiomas que conozcas.»

Carraspeo.

―¿Las chicas están bien?

―Todas bien. Pásate por la mañana, para desayunar, ya sabes que a esa hora estamos todas.

«Imposible―estoy a punto de decirle―, por las mañanas estoy en palacio.»

―Lo intentaré. ¿Jac está por aquí?

―En las caballerizas, creo. Está con un humor de perros últimamente, no sé qué garrapata le habrá picado. Ve, quizá tú consigas animarle.

No lo dice acompañándolo de un guiño o una risita, como lo han hecho muchas otras veces las chicas. Lo dice cómo si estuviera cansada de su actitud.

―Vale. Oh, saluda a las chicas de mi parte. Vendré a verlas en cuanto pueda.

―De acuerdo querida. Cuídate, no tienes muy buena cara.

Salgo del comedor. La casa está llena de habitaciones, pero los pasillos son tan estrechos que si alguien viene y tú vas uno de los dos tiene que retroceder para dejar pasar al otro. Las caballerizas están al fondo, junto al patio trasero. Antes Dempsey Lena usaba las cuadras como cuartos rápidos y más baratos que las habitaciones, pero cuando ella murió Nudillos desechó esa costumbre (sobre todo por las pulgas que viven en la paja) y compró un par de caballos para que las cuadras no se quedaran vacías.

Paso junto a una habitación. La puerta está entreabierta y puedo ver, por casualidad, apoyada y doblada perfectamente en dos una chaqueta de noble sobre una silla tapizada. Lottie se ha quitado la parte de arriba del corsé y la camisa, pero no la falda. El tipo está despeinado, con las mejillas sonrojadas, y la nariz ligeramente desviada a un lado. Así, desnudo, ya podría ser herrero o el mismísimo rey. ¿Quién iba a reconocerlo? No sé si me escucha, pero levanta la vista y durante un instante nuestras miradas se encuentran. A toda prisa, cierro la puerta y continúo. Empujo la puerta que lleva a las cuadras y salto sobre la paja, que cruje bajo mis botas. Huele a polvo y a estiércol. Poniéndome de puntillas cada pocos pasos, miro el interior de las cuadras hasta que llego a la última. Jac está cepillando a uno de sus caballos.

―Hola.

Me mira, cómo si no me esperase, pero ese gesto de sorpresa desaparece casi de inmediato. Se asegura el cepillo a la mano y sigue pasándoselo por el lomo.

―Hola―dice.

―Las chicas tienen mucho trabajo hoy, ¿por qué no vas a ayudarlas?

Me mira. Ni un atisbo de sonrisa. Yo araño la madera astillada de la puerta que nos separa y susurro:

―Era broma.

―¿Qué te trae por aquí, Gaby?

―Quería saber cómo estabais.

―Todo sigue igual por aquí.

No comprendo la frialdad de su voz, ni la distancia que intenta mantener entre los dos. Jac no es así, nunca lo ha sido. Es cálido, y bromista, y amable. Así que le miro. Le miro intentando encontrar la respuesta de su actitud en su rostro, esa con la que ni Etta ni ninguna de las otras chicas ha conseguido dar, pero él continúa cepillando sin parar, con el ceño levemente fruncido y pasándole los dedos entre las crines para desenredarlas.

―¿No vas a preguntarme cómo me está yendo todo?

Silencio.

―La gente allí es muy remilgada. Como los nobles que vienen aquí pero peor. Tienen la costumbre de...

―Tengo cosas que hacer, Gaby, no tengo tiempo para charlar.

Sus palabras me hieren hasta lo más profundo del alma. Son tan frías y las siento tan afiladas cómo el agua cuando se hiela en invierno y se queda colgando de los tejados. Los niños les tiran bolas de nieve y las destrozan, pero no creo que con Jac sea tan sencillo. Le doy una última oportunidad. Me quedo ahí unos segundos, mirándole, hasta que al final digo:

―Siento haberte molestado.

Y sin mediar una sola palabra más, me doy la vuelta y echo a caminar de nuevo hacia la puerta. ¿Qué si espero algo? ¿Un «lo siento, Gaby, no quería ser desagradable» o un «Lo siento, Gaby, he tenido un mal día. Por favor no me lo tengas en cuenta»? Sí. ¿Qué ocurre? Por supuesto que no.


Sangre azulDonde viven las historias. Descúbrelo ahora