Capítulo 55

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―Sé que en estos momentos estamos atravesando un gran dolor por la pérdida de nuestro amado rey, François Eduardo XI, que nos ha dejado para partir a un nuevo mundo después de toda una vida de dedicación monárquica. No debéis sentir pena. Nuestro rey se encuentra ahora mucho más cerca de nosotros de lo que podemos imaginar, ya que la muerte no es más que un camino que nos dirige a un nuevo mundo en el que no existe el dolor, las lágrimas o el sufrimiento, y en el que todos nos encontraremos con nuestro rey tarde o temprano.

Con la biblia abierta sobre las manos, aparto la vista de las santas escrituras y observo todos los rostros ocultos bajo falsos ríos de lágrimas y que envuelven el cuerpo del rey, tendido sobre una plataforma y vestido con su traje de gala. Hay al menos dos docenas de nobles aparte de la reina, cubierta por un tupido velo negro, su hijo bastardo y la otra bastarda, que mantiene el rostro sereno y que no pretende ocultarlo de ningún modo. Si por ella fuera ni siquiera se hubiera vestido de negro, estoy seguro. Recuerdo la conversación de hace apenas unas horas. Siempre me excita jugar en dos bandos, por muy peligroso que sea eso. Pero si lo haces bien, siempre ganas. Y yo siempre quiero ganar. La recuerdo ahí de pie, en mi baño. Tiene esa fiereza del París bajo que no se encuentra en ninguna niña estúpida de la nobleza. Quién sabe con qué rellenaré esa carta prometida. Salivo de placer nada más pensarlo.

―Rezad conmigo.

Murmullan en voz baja, con las manos entrelazadas y la barbilla apuntando a la hierba. Luego, el sirviente que hay a mi lado, me llena la copa de vino y sirve una hostia en una pequeña bandeja de plata.

―Tomo ahora la sangre de cristo...

Doy un sorbo, y comienzan a pasarse la copa los unos a los otros.

―Y su cuerpo.

Trago la hostia sin masticar, y cuando el sirviente le pasa la bolsa a la princesa, se le resbala y cae. Durante un instante se la queda mirando, repartidas por la hierba, antes de agacharse y recogerla muy lentamente. Carraspeo. Noto una leve quemazón en la garganta, pero la copa ya está lejos de mi alcance. Durante un instante me quedo así, completamente quieto, intentando respirar con normalidad, hasta que la quemazón se convierte en una reacción ardiente y asfixiante que me hace arder por dentro. Me llevo la mano a la garganta, sin poder respirar, mientras un dolor intenso no me permite pronunciar una sola palabra. Boqueo, mientras los nobles murmullan entre sí preguntándose lo que ocurre. Gaby deja de recoger las hostias. Yo caigo de rodillas, y aunque el sirviente que me ayuda quiere levantarme, no puede con mi peso. Con un grito ahogado, de un dolor desesperado y sin límite, me llevo los dedos a la boca. Allí noto cómo mis labios parecen deshacerse y mi lengua se descompone junto a mis encías. Las mujeres gritan, se cubren los rostros, se protegen en sus maridos para no ver lo que me ocurre. Algunos huyen espantados. El dolor es tan intenso que ni siquiera puedo llegar a sentirlo. Noto cómo si mil cuchillas me desollaran. Mi guardia real corre hasta mí y solo grita:

―¡Cubridle! ¡Que nadie le vea!

Todos huyen. Como si fuera un monstruo. Me miro los dedos, con restos de lo que parece mi propia piel quemada. Entonces alzo la vista y ahí, de pie, observando con frialdad, la princesa Gaby hace una seña para que carguen al rey en el carro que va a llevarlo hasta La vallée des roses. Con un breve suspiro, pisa con rabia las hostias que se dispersan por todas partes y sube a su carruaje. Cuando no es más que una mota en la lejanía, mi visión se vuelve borrosa, y caigo sobre la hierba con un golpe seco.

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Sangre azulDonde viven las historias. Descúbrelo ahora