―¿Cuántos guardias permanentes dices que hay aquí?
―Diez.
―¿Y miembros del servicio?
―Dos.
―¿Alguna vez van a París?
―Viven en la aldea que hay a un par de kilómetros de aquí, señora.
―Vale.
―Señora...―dice Enzo con cautela.
Yo le miro a través de la ventana del carruaje. Monta a caballo y está ligeramente inclinado hacia delante para poder mirarme. No lleva ropa de guardia. Tampoco los supuestos granjeros que van a cierta distancia de nosotros y que llevan un carro lleno de supuestas cajas llenas de supuesto brandy (en realidad son mosquetes y espadas).
―Están a salvo. Tiene mi palabra.
En ese instante la casa de campo en la que mi padre y Opie llevan semanas residiendo se abre entre los árboles como si encajara perfectamente allí. Pequeña, de dos pisos, con la fachada blanca y las ventanas de un tamaño bastante generoso, pero sin llegar a ser ventanales. El tejado negro y la chimenea de los hornos funcionando. Estoy nerviosa. No dejo de formar nudos con mis manos y mis dedos. Cuando entramos en el camino de graba, la puerta de entrada se abre y Opie y mi padre se precipitan al exterior. Opie parece más mayor, más adulto. Mi padre, en cambio, ligeramente más anciano. Pero a pesar de ello, cuando les abrazo y cierro los ojos, sé que son ellos. A pesar del tiempo y la distancia, no han cambiado.
¿Lo he hecho yo?
Mi padre está visiblemente emocionado, pero no quiere llorar. La última vez que le vi enjuagándose las lágrimas fue cuando mi madre murió. Como si de un viaje larguísimo se tratara, me invitan a pasar y me enseñan la casa alegremente. Han dejado pequeños toques de ellos para hacerla más cómoda, pero es evidente que no quieren acomodarse demasiado. No quieren quedarse. Lo que más trote parece haber tenido es la cocina, llena de harina, y la biblioteca, con los libros a medio leer amontonados sobre una mesa redonda que hay en el centro de la sala.
Han preparado una caudalosa comida. Cuando nos sentamos a la mesa, no me preguntan sobre temas de palacio. Si acaso, sobre París. No menciono lo de Lottie. Simplemente les digo la verdad que, aunque nuestras vidas han cambiado notable e involuntariamente durante este tiempo, el resto del mundo parece seguir igual. Así que, aparte de eso, son ellos los que hablan. Sobre el día a día aquí, sobre la aldea, sobre la tranquilidad que se respira en el campo... También se apresuran a mencionar que echan de menos la ciudad, por supuesto, y la panadería, pero que el aire fresco «tampoco está tan mal.»
Lo necesitaba. Necesitaba estar aquí, con mi familia. A pesar de que no es lo mismo, de que jamás será lo mismo, es como cuando me senté a cenar junto a los empleados de Philip. O el día de mi cumpleaños. Siento una tranquilidad y una paz propia de aquel que experimenta algo después de mucho tiempo, algo que no se había percatado jamás en lo importante que era hasta que era demasiado tarde. Algo temporal, pero que no quieres pensar que va a terminar.
―¿Todo va bien, hija?
―Todo va bien, papá.
―¿Te rodeas de gente en la que confías? Recuerda que eso es lo más importante.
―Lo intento.
Observamos a Opie, en el interior de la biblioteca, recogiendo tomos que quiere mostrarme. Mi padre no sabe escribir, y apenas sabe leer, así que no le veo muy interesado en botánica o arte.
―¿Cómo está Jac?
Suspiro muy profundamente.
―Bien.
―¿Y ese chico...? ¿Ese que vino a la panadería...?
―¿Philip?
―Sí.
―Está bien.
―Parece un buen muchacho―murmulla en voz baja.
Yo asiento.
―Lo es.
―Quizá... Quizá podría ser un buen acompañante para cuando... Bueno, para cuando seas reina.
Le doy un par de palmaditas en la espalda.
―Eso no va a ocurrir.
Me mira, interrogante, pero por suerte Opie requiere mi presencia y no me exige saber de qué es de lo que estoy hablando. De mi plan, claro.
Regresamos, por desgracia, en un parpadeo. En una milésima de segundo. El día pasa mucho más rápido que cualquier jornada entretenida en palacio. Antes de que empiece a anochecer, nos ponemos en marcha. Mi padre y Opie se colocan en medio del camino y no regresan al interior hasta que son minúsculas motas en la distancia. Me hundo en el carruaje y clavo la vista en las copas de los árboles, que pasan de manera lenta cómo un cuadro en movimiento enmarcado en la pequeña ventana de la puertecilla.
Cuando regresamos a palacio, un par de sirvientas recoge algunas ratas muertas que encuentran por las esquinas. Se disculpan repetidas veces por la imagen y se apresuran a marcharse con ellas.
―Parece que empiezan a morir―le murmullo a Enzo.
―Parece que Bari ha dado con la clave―dice él.
Le miro interrogante.
―Veneno.
―Las ratas huelen el veneno.
―No este. No sabe y no huele.
Me detengo para ver a una de las ratas, con una breve mancha de sangre alrededor de la boca y el gesto de haber sufrido durante demasiado tiempo, mientras una idea se va formando lentamente en mí cabeza. En ese instante las puertas del taller de Ada se abren. Revisa el pasillo en silencio, y cuando da conmigo, pone los brazos en jarras y enfurruña el gesto.
―¡Llevo esperándote todo el día! ¡Se supone que tenías que venir para tomarte medidas hace horas! Solo quedan dos días para el día del rey, señorita, así que entra ahora mismo si no quieres ir vestida con un saco a la fiesta más importante de todo el año.
gin-botJ
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Sangre azul
Historical FictionParís, 1638, XVII. Gaby nunca ha dado un paso más allá de la verja que separa la plaza con palacio. Para ella el mundo que se erige a ese lado es desconocido y extraño. Gaby pertenece al bajo París, al de la podredumbre, las rameras y los borrachos...