Capítulo 24

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―¿Vendrás a vernos?

―Por supuesto, en cuanto tenga ocasión.

Opie le da un par de palmaditas distraídas al caballo que tira del carruaje que va a sacarles de París.

―No sé si estoy hecho para el campo, Gaby. Allí no hay teatro, ni gente, ni vida...

―Sólo será durante un tiempo. Te lo prometo.

Asiente, aunque no parece demasiado convencido. No he estado en el momento en el que un par de guardias han ido hasta la panadería para avisarles de que tenían que recoger sus cosas y marcharse con ellos. ¿Les habrán dado tiempo suficiente como para recoger todo lo que creen imprescindible? Quizá no. Seguramente no les han mencionado que no van a volver en algún tiempo y papá y Opie solo han pensado en que quizá, no lo sé. No sé lo que se les ha podido pasar por la cabeza, aunque seguramente nada bueno. La guardia nunca va a buscar a alguien para algo bueno. Los han traído cargados de cosas y he sido yo quien he tenido que contarles lo que va a ocurrir a continuación. Mi padre no ha regañado a Opie por ocultarle el hecho de que nos atacaran, pero seguramente le castigue haciendo pan durante horas cuando tenga un instante para sentarse, reflexionar, y procesar todo lo que le he contado.

―Así que nada de venir a París.

―No.

Me gustaría ver su cara cuando recorra la casa y se tope de frente con una enorme biblioteca a la que nadie le saca provecho. Seguro que se olvida de inmediato de esa ciudad que tanto ha odiado siempre y de la que ahora le cuesta desprenderse.

―Muy bien―dice―, hora de despedirse.

Opie me abraza.

―Cuídate hermana. Sé que podrás arreglártelas sola.

Me da una palmadita en el hombro, y sin decir nada más sube al carro, que espera con la puerta abierta y se acomoda en el asiento.

Mi padre respira de manera entrecortada mientras retuerce su sombrero con ambas manos. Cuando avanza hacia mí, no dice nada. Me abraza y nos quedamos así unos segundos en los que memorizo la rugosidad de su chaqueta y su olor, una mezcla de almizcle y de pan. Cuando nos separamos, me coge de la cara con los ojos brillantes y habla de manera confidencial, para que ninguno de los guardias o Jarvis pueda escucharnos:

―Siento mucho, muchísimo, haberte metido en esto.

―Lo arreglaré.

Me lo he repetido muchas veces en mi cabeza. Que lo arreglaré, que lo solucionaré, que lograré salir de esto. Pero nunca en voz alta. Así es peor. Así pierde toda la poca credibilidad que tenía en mi mente. Traga saliva.

―Tened cuidado―murmullo.

―No, hija mía, ten cuidado tú.

Y tras un nuevo y breve abrazo, se apoya en el escalón del carruaje y sube para sentarse frente a Opie. Uno de los guardias que va a acompañarle cierra la puertecilla, y tras una breve seña al conductor, los caballos echan a trotar. Ambos se asoman por sus respectivas ventanillas hasta que las puertas de palacio se abren, el carruaje atraviesa la plaza, y desaparece cargados de todas sus pertenencias por una de las calles de París. Entonces me vuelvo hacia Jarvis y Enzo, que permanecen serenos frente a mí. Sin remediar palabra, paso por su lado y entro a palacio.

ossus p|v*

Sangre azulDonde viven las historias. Descúbrelo ahora