―¿Se divierte, milady?
―¡Por supuesto! ¿Hay mejor manera de pasar la tarde que viendo cómo un hombre dispara a la cubertería?
Un nuevo disparo cargado de propósito se cuela por mis oídos, se dispersa por todo mi cuerpo, y lo hace temblar durante un instante. Cómo el interior de un violín con la primera nota. Cuando el desagradable silbido desaparece de mis tímpanos y yo vuelvo a escuchar lo que ocurre a mí alrededor, relajo los dedos que se aferran con rabia contenida al reposabrazos de la silla en la que paso el tiempo. Un poco más allá, una bandada de pájaros sale espantado de la copa de un árbol. Todos aplauden con cierta desgana el disparo del rey, que deja su mosquete a uno de los sirvientes para que vuelva a cargarlo. Se acerca a la mesita que han dispuesto bajo una agradable sombra, se sirve un poco de brandy, y bebe con sed antes de limpiarse el sudor del cuello y la frente.
―Su turno, Eminencia.
El cardenal, que observaba la escena sin ningún tipo de interés pero con gesto sereno y cortés, parece dudar.
―Dios me ha dispuesto de muchas cosas, mi rey, pero la puntería no es una de ellas.
―Pero sabe disparar, ¿verdad?
―¿Qué clase de hombre de mi tiempo sería si no supiera manejar un arma? ―se atusa la toga― Pero no me gustaría herir a nadie.
―Nos colocaremos a su espalda para que no ocurra.
No puedo evitar poner los ojos en blanco. Es evidente que no quiere, ¿por qué debe obligarle? Está acostumbrado, supongo. A hacer que la gente haga cosas que no quiera hacer. Un sirviente trota hasta el cardenal y le da el mosquete, que sostiene con cierta incomodidad. Supongo que está más acostumbrado a manejar crucifijos y ostias y cuentas y cabezas de bebé que hunde en fuentes bautismales. El rey se deja caer en una de las sillas de manera cansada y el cardenal, dando un par de pasos hacia delante, se coloca sobre la hierba y mira al muchacho que hay en la distancia, junto a una columna de platos. Con un breve movimiento de cabeza, hace un elegante lanzamiento y el plato vuela por los aires. El cardenal realiza tres disparos torpes. El retroceso es tal que tiene que buscar el equilibrio dando un paso atrás. Por desgracia, ninguno de sus tiros da al blanco. Es cómo un niño con algo grande, pesado y que ni sabe ni quiere saber manejar. El plato desciende poco a poco y de manera silenciosa hasta que se estrella sobre la hierba y se rompe en mil pedazos. El rey no puede evitar echarse a reír.
―¡No mentía, Eminencia, al decir que Dios no le ha dotado de mucha puntería!
―Al menos lo he intentado―dice el cardenal dibujando una sonrisa ficticia mientras devuelve el mosquete.
El rey se levanta con energías recuperadas y coge de nuevo el arma. Supongo que quiere deslumbrarnos un rato más con su talento para disparar a cosas. El cardenal, con un aquejado suspiro, se deja caer a mi lado mientras se acomoda la toga y se sirve un poco de vino. Un sirviente le trae una bandeja con fruta, pero aunque al principio niega con la cabeza, luego hace volver al muchacho y coge un par de uvas.
―Hmm―dice―. Están muy buenas. Realmente deliciosas.
Esta mañana, cuando me he despertado por la fuerza, porque ya no existe otro modo de que me levante si no es porque me obligan, mis damas ya estaban listas para prepararme. «¿Prepararme para qué?» He preguntado yo. Por lo visto el rey había invitado el día anterior al cardenal a pasar la tarde en palacio. Porque eso en lo que gasta los días el rey: Pasa unas horas en su despacho, pasa otras pocas horas haciendo audiencias con gente del populacho y nobles de poca monta que quieren pedirle cosas a la corona, y después de tener un par de reuniones con miembros de su consejo va de caza, o dispara a platos, organiza una fiesta, o invita a sus amigos a hacer cosas aburridas como ver el tiempo pasar mientras fingen que leen y debaten sobre temas de suma importancia. Anna y Arienne, atentas por naturaleza, me han recordado quién es ese tal cardenal Breslau. El primero en saludarme en mi presentación en sociedad. «Ah, sí» he contestado mientras su rostro se iba formando en mi cabeza poco a poco. La verdad es que esa noche es un gurullo de imágenes borrosas que parecen haber ocurrido en un espacio y en un tiempo distinto al mío. Lo prefiero así, la verdad, cómo un sueño extraño y difuso. Cuando les pregunto no saben mucho de él. Lo único que pueden concretar es que es un hombre muy poderoso. «Como si juntaras todas las casas de París».
ESTÁS LEYENDO
Sangre azul
Historical FictionParís, 1638, XVII. Gaby nunca ha dado un paso más allá de la verja que separa la plaza con palacio. Para ella el mundo que se erige a ese lado es desconocido y extraño. Gaby pertenece al bajo París, al de la podredumbre, las rameras y los borrachos...