Capítulo 32

2.7K 356 1
                                    

La piedra sigue dónde la dejé, sosteniendo la puerta que da a la orilla del Sena. Avanzo a toda prisa por las catacumbas hasta que regreso de nuevo a palacio y luego, siguiendo mis propios pasos que ya se desdibujan, asciendo por las escaleras y me deslizo por los pasillos de servicio hasta que llego a la habitación de invitados por la que me he escabullido. Abro la ventana, y vuelvo a sentir esa sensación de pánico al ver el vacío bajo mis pies. Paso las piernas de manera temblorosa, y cuando noto la marquesina me voy deslizando con cuidado hasta llegar a mi ventana. Empujo las puertecillas y caigo con las manos por delante. Cuando me incorporo, comienzo a desatarme el corsé a toda prisa para guardar mi viejo vestido bajo la cama cuanto antes. Avanzo, y cuando me apoyo en la cama para quitarme las botas, una voz a mi espalda hace que el corazón me dé un vuelco.

―¿Dónde has estado?

Enzo está ahí, en las sombras. Por extraño que parezca de todas las personas que viven en este palacio es la que más me tranquiliza ver en mis aposentos. Da un paso hacia delante para que la luz de la luna se refleje en su cuerpo y yo boqueo como a un pez al que acaban de sacar del agua. Definitivamente no queda nada de la mentirosa que era en antaño.

―He estado en París―digo cuando consigo articular palabra.

―¿En París? ―da un paso hacia delante e intenta no levantar la voz en exceso―Te podrías haber matado recorriendo esa marquesina. O peor, te podrían haber matado en un callejón y dejarte ahí, desangrándote entre las ratas. Ya lo han hecho, ¿no? Ya han intentado matarte. ¿Cómo es posible que seas tan inconsciente?

Es la primera vez que le veo perder los estribos, aunque solo dure unos instantes en los que sus palabras salen de manera atragantada y dura. Puedo imaginarle regañando a su hija del mismo modo serio y encrespado. Cruzando los brazos. Esperando explicaciones.

―No voy a pedir perdón―digo―. No he hecho nada malo.

―¿Crees que poner tu vida en riesgo no es hacer algo malo?

No contesto. No es una pregunta justa.

―¿Quieres que le preguntemos al rey si él cree que has hecho algo malo?

Doy un breve respingo que me hace levantar la barbilla. Con la voz ligeramente rota de repente, murmullo:

―No harías eso.

―¿Quieres probarlo?

Da un paso hacia delante, dispuesto a salir de la habitación y aporrear la puerta del dormitorio del rey hasta que se despierte, pero yo me interpongo en su camino y le aferro del brazo.

―No lo hagas―digo casi en un ruego―. Me encerrará si se lo cuentas. Ni siquiera podré salir a los jardines. No es una buena persona. Ponte en mi lugar. Necesito que alguien en este palacio lo haga.

Enzo me mira desde la altura, con el ceño fruncido. Sus ojos se clavan un instante en las puertas, serio y seguro, pero luego noto como su cuerpo se relaja y vuelve a mirarme. Y sus ojos parecen más tiernos y amables. Como los que tiene siempre.

―No puedes volver a hacerlo.

―Pero es que es mi vida la que he dejado atrás. No puedo renunciar a ella para siempre de un día para otro.

―Ya no eres una niña. Tienes que entender que hay cosas que se escapan a nuestro control. Te repito que no puedes volver a hacerlo.

―Voy a hacerlo. Y si se lo dices al rey... No me importa. Que me encierre en una torre, si quiere. Buscaré una salida, escarbaré la tierra y roeré barrotes si es necesario, pero no voy a ser una prisionera.

―Por el amor de Dios, no seas tan dramática. Eres princesa y esto es un palacio, no una cárcel.

―Hay cárceles hechas de oro.

Enzo suspira. Deja caer los hombros y se frota los ojos, cómo si le agotara discutir. Definitivamente sí que me ve como una niña, por mucho que quiera convencerme de que debería ver esto cómo una adulta.

―Es mi cumpleaños―murmullo con voz cantarina―, mañana por la noche iré a celebrarlo con mis amigos. Después de eso, no volveré a salir. Lo prometo.

O sí, no lo sé. Si lo hago y me descubre no dudará. Se lo contará al rey, aunque eso le responsabilice también a él. Vuelve a suspirar, esta vez de una manera mucho más pesada. Enzo me aprecia. No sé por qué, pero la gente no es buena por naturaleza y es evidente que debe de sentir cierto cariño por mí para hacer esto. Ocultar algo así. Podría costarle su carrera.

―Solo si voy con vos.

La idea no me gusta en un primer momento. Luego asumo que, seguramente, sea la única opción que me dé.

―Tendrás que quitarte tu uniforme de la guardia.

Hace un breve mohín. Quizá con ropa de a pie se sienta desnudo. Eso suele pasarles a muchos soldados.

―Muy bien.

Alzo la mano, y él tarda unos segundos en entender que lo que quiero es que sellemos este trato que tiene más de promesa que de acuerdo. Supongo que las princesas no van por ahí estrechando las manos.

abR ,

Sangre azulDonde viven las historias. Descúbrelo ahora