Capítulo 30

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Cuando cae la noche me aproximo a la puerta de mi cuarto sin respirar. Veo la sombra de alguien de pie, al otro lado, en el pasillo. Es Enzo. Hace guardia gran parte de la madrugada, hasta que llega un relevo y se puede ir a dormir. Cuando el día empieza a nacer, regresa a su puesto y ya no se separa de mí en todo el día. Es increíblemente dedicado. Como un perro de caza que no deja de olfatear y correr hasta que da con su presa. No es que no consiga dormir por el miedo a que alguien entre y me asesine, confío plenamente en las facultades de Enzo, pero llevo vigilando sus movimientos desde hace días. Por desgracia para mí, no hay un solo momento a lo largo de la noche en la que la puerta se despeje y yo pueda salir sin supervisión.

De un lado a otro de mi pequeña jaula de paredes azules, abro una de las ventanas y me asomo. Abajo, muy abajo, está el suelo. Hay una pequeña marquesina de apenas un pie de anchura que se desliza por toda la fachada y que rodea el edificio. No, no es una buena idea. Y aun así miro hacia la puerta, veo la sombra de Enzo, y me siento en el quicio. Y miro hacia abajo otra vez. Aunque sea lo último que hay que hacer cuando estás a gran altura, miro y miro y miro en reiteradas ocasiones, imaginando mis sesos esparcidos por todas partes.

Paso un pie.

Con la punta de mis botas busco la marquesina, que está mucho más lejos de lo que pensaba, y cuando doy con ella apoyo todo mi peso en la ventana y a tientas vuelvo a buscarla con mi otro pie. Cuando estoy completamente apoyada me enderezo sin soltar la ventana. Siento todo mi cuerpo rígido y mis nudillos blanquecinos por la presión. Respiro. Y no miro abajo. Cierro los ojos con mucha fuerza un instante y luego doy un paso a la derecha. Cuando mi mano izquierda apenas roza la ventana, me aferro a la siguiente. Con pasos muy cortos e inseguros doblo la esquina. Cuando llego a la tercera ventana levanto el cerrojo, empujo las puertecillas, y me precipito al interior. Caigo con un golpe seco y tan sonoro que durante un instante temo que alguien me haya escuchado. Pero no. No se escuchan pasos apresurados, espuelas resonando por el suelo o gritos de alerta. Me quedo un instante así, con las rodillas aun temblando y con la necesidad de emitir una risita nerviosa. Cuando consigo levantarme dejo la ventana entreabierta, y acostumbrándome a la oscuridad, atravieso una de las tantas habitaciones de invitados hasta que llego a la puerta. Asomo la cabeza. No hay nadie. Avanzo hasta la esquina que dobla hacia otro pasillo y observo a Enzo, de pie como una estatua, delante de mi puerta. Entonces echo a trotar. Me interno en uno de los pasillos que solo usa el servicio y desciendo por un laberinto de puertas y pasadizos humildes hasta que llego a las cocinas. Me detengo en seco cuando escucho la voz de Theodore, y me asomo con cuidado.

―¿Cómo se toman las infusiones, sirvienta?

―Calientes, señor.

―¿Y esto es caliente para ti?

Deja la copa sobre la mesa, derramando gran parte del contenido. La sirvienta, una mujer regordeta y de poca altura, se manosea el delantal con el gesto tembloroso.

―Lo siento, señor...

―¿Es que tengo que bajar aquí, a las cloacas de palacio desde mi dormitorio, solo para enseñarte cómo calentar un poco de agua? No puedo dormir sin tomarme mis infusiones. ¿Crees que un príncipe debería pasar las noches en vela?

―No señor.

Latimer, a su sombra, disfruta de tan desagradable imagen. Theodore duda. Niega con la cabeza. Se apoya en una encimera. Se frota la frente y le hace una seña rápida a Latimer, que avanza un paso y golpea en la cara a la mujer. El bofetón resuena de tal modo por toda la cocina que no puedo evitar dar un leve respingo. Al borde de las lágrimas, la mujer se sostiene la mejilla.

―La próxima vez pondré a hervir agua y te meteré la mano en la olla―la amenaza Latimer―, para que sepas diferenciar frío de caliente.

Mis ojos viajan hasta una alacena baja. Ahí, entre los muebles, echo un ovillo, un niño de unos cuatro años me mira con los ojos muy abiertos. Quizá sea su hijo. Me llevo el dedo índice a los labios y él asiente.

―Le prepararé otra ahora mismo.

―No, ya no la quiero. Pero que sepas que esto llegará al rey. Le diré que tener a tu cría aquí te distrae de tus quehaceres. Y créeme, al rey no le gusta que me enfaden.

Y sin decir nada más, se marchan de la cocina. Les imagino a los dos en medio de la noche, dando tumbos por palacio, asustando a las sirvientas y aprovechándose de ellas en cuanto pueden.

―Tommy, vamos, sal de ahí.

El pequeño sale de su escondrijo y, de la mano de su madre, se alejan hacia una puerta cercana. Yo me quedo unos instantes ahí, asimilando lo que he visto, hasta que continúo avanzando y llego a la parte más baja de palacio. Cojo una antorcha y me muevo por los pasillos de techos bajos y suelo encharcado por dónde Jarvis me llevaba cuando aún podía vivir en París. Los conozco bien. He memorizado los movimientos que tengo que hacer para llegar a la puerta que da al Sena. Cuando la empujo y consigo abrirla, coloco una piedra para que no se cierre y lanzo la antorcha al río. En la oscuridad más profunda de una noche sin luna, sintiendo una libertad que seguramente jamás he llegado a experimentar, hundo las botas en el barro y echo a caminar.


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Sangre azulDonde viven las historias. Descúbrelo ahora