―¿Está segura de esto, señora?
Aparto un poco la cortina y observo con cautela cómo la multitud empieza a agolparse en la plaza de la Liberté, alrededor de las lonas y las tiendas de rayas moradas y rojas. Una vez al año hay una feria y llegan músicos, artistas y virtuosos de todas partes del mundo. Es el único día del mundo en el que pueden escucharse decenas de idiomas distintos aparte del francés, y experimentar culturas que, probablemente, nadie que viva en París pueda disfrutar jamás fuera de la feria anual. Algunos incluso atraviesan el mar con los barcos cargados de fieras: Tigres, osos o serpientes con las que juegan mujeres con los rostros pintados y vestidas con ropas exóticas y cascabeles. A la gente le encanta. Se pasan semanas hablando sobre ella. Cuando éramos niños, papá, mamá, Opie y yo pasábamos la mañana viendo a los fenómenos: Mujeres con barba, enanos con el cuerpo unido... Comíamos manzanas empapadas en caramelo y les lanzábamos pan a las bestias. A Opie le entusiasmaba especialmente un hombre que se tragaba una espada en llamas y que hacía malabares con cuchillos que afilaba previamente frente a la asustada multitud.
―¿Señora?
Miro a Enzo y él repite la pregunta.
―Es cruel.
No es un «sí, estoy segura», pero creo que sobreentiende que ese es su significado.
―Pero no es culpable.
―Puede que no de intentar matarme, pero si lo es de otras cosas.
Miro a Enzo. Ahora lo último que necesito es que dude. Necesito que esté ahí, frente a mí, aparentando seguridad. Y que crea en lo que se ha planeado. Que crea en mí. Claro que creo que no lo hace.
―Palacio, París, estará mejor sin él.
La multitud se abre paso para dejar pasar el carruaje. Puedo ver por una breve rendija un par de avestruces enjauladas y una columna de humo que nace del otro lado de la feria. Huele a caramelo mezclado con estiércol de bestias que no pertenecen a esta tierra. Ojalá. Ojalá pudiera bajarme y andar y maravillarme como lo hace el resto. Pero no puedo. Tengo que quedarme aquí, oculta, casi a oscuras, como si hubiera hecho algo malo en esta vida y debiera de ser castigada con una especie de cautiverio mucho más complejo y elaborado que el de estar en una celda.
El pueblo, inundado de curiosidad ante la presencia de un carruaje, intenta abrirse paso entre los guardias que les mantienen a una distancia prudencial de mí. Se ponen de puntillas y gritan mi nombre para que me asome y salude. No sé cómo han sabido que soy yo la que estoy en el carruaje. Quizá a uno de los guardias se le ha escapado intentando mantener a la gente alejada, no lo sé. Dudo y busco ayuda en Enzo, pero él está demasiado lejos de aquí. Así que saco la mano y saludo durante unos segundos. Cualquiera de las chicas de Dempsey hubiera dicho algo cómo «Mira que engreída, ni siquiera saca el cogote para saludar. ¡Creerá que va a perder su piel de marfil si se expone demasiado al sol!» Y se hubieran reído sin parar. La realidad es tan simple y sencilla cómo que no quiero que me vean. Quién sabe si alguien que pueda reconocerme está ahí, entre la gente. Si he salido de palacio a plena luz del día es porque no he tenido otra opción, aunque reconozco que está siendo muy complicado pasar desapercibida y exponerme al mismo tiempo.
Cuando pasamos junto al espectáculo de contorsionistas, respiro profundamente y reviso rostro por rostro a la gente hasta que, entre las piernas de dos hombres, se abre paso cómo una lombriz y se precipita raudo hacia el carruaje.
―¡Muerte a la bastarda!
Se escucha un grito de una mujer asustada, y luego una figura se abalanza sobre mi ventana y se queda colgando por encima del nivel del suelo. Enzo, cómo si en su cabeza hubiera ensayado este momento mil y una veces, abre la puerta de un empujón y se lanza contra el atacante antes de que otro guardia pueda atravesarle con una espada. Lo inmoviliza enseguida y la daga que llevaba con él resbala hasta los pies de un guardia, que la recoge de inmediato. Cierro la puerta hundiéndome en el asiento mientras un círculo de guardias forma un escudo a mí alrededor protegiéndome de una amenaza que, aunque ellos no lo sepan, no existe.
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Sangre azul
Historical FictionParís, 1638, XVII. Gaby nunca ha dado un paso más allá de la verja que separa la plaza con palacio. Para ella el mundo que se erige a ese lado es desconocido y extraño. Gaby pertenece al bajo París, al de la podredumbre, las rameras y los borrachos...