Avanzo hacia el dormitorio del cardenal. Es de día, pero la mayoría de las ventanas están cubiertas por cortinas y el cuarto se mantiene en la penumbra. En camisola, sentado frente a un tocador, se observa en el reflejo del espejo. Tiene la cara envuelta en venda y gasas y, sin llegar a tocarse, pasea los dedos a pocos centímetros de su rostro. Me quedo en el marco de la puerta, observándole, sin atreverme a dar un paso más, hasta que dice:
―Parece que tu plan se viene abajo, Victoria: Prisionera de tu propio palacio y con tu bastardo muerto.
―Debemos atacar. Debemos matarla ahora.
El cardenal niega con la cabeza.
―Es tarde. Probablemente su reinado ya sea oficial.
―No oficial ante el mundo. Un par de testigos en una sala no son nada.
―Victoria, creo con sinceridad que te estás dejando llevar por el dolor de la muerte de tu hijo.
―¿Es preciso que le ruegue, Eminencia? ―digo con la mandíbula apretada.
―No.
―¿Es que tiene miedo? ¿O es que sencillamente no quiere venganza? ¿Se ha rendido?
El cardenal aprieta los puños. Luego se vuelve hacia mí y, muy despacio, se quita las vendas dejando ver un rostro monstruoso, desfigurado, sin labio inferior, sin barbilla, y sin la mitad del cuello. La carne no es más que un gurruño de heridas y erupciones aún húmedas y sangrantes.
―¿Tú que crees?
Trago saliva. El cardenal se vuelve de nuevo hacia el espejo y se observa con detenimiento.
―No es el momento―dice en un susurro.
No quiero sonar cómo si le estuviera rogando, pero es así. Le ruego. Me arrodillaría ante él si fuera necesario. Doy un paso hacia delante.
―Tenemos ventaja. Se lo aseguro, una ventaja que ella desconoce y que le dará en lo que más le duele.
―No.
―Si no soy reina, Eminencia, vos no seréis primer ministro―espero un segundo antes de añadir―: Es ahora o nunca.
Niega con la cabeza y yo siento cómo la sangre comienza a hervirme. Cierro los ojos. Respiro profundamente. Me controlo. E intento no sentir repugnancia al decir lo que estoy a punto de decir:
―Si ataca conmigo esta noche, cardenal, si vuelvo a tener la corona de Francia sobre mi cabeza, le convertiré en mi esposo. Tiene mi palabra de que será rey.
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Sangre azul
Fiksi SejarahParís, 1638, XVII. Gaby nunca ha dado un paso más allá de la verja que separa la plaza con palacio. Para ella el mundo que se erige a ese lado es desconocido y extraño. Gaby pertenece al bajo París, al de la podredumbre, las rameras y los borrachos...