Cuando ya no se escuchan zapatos y conversaciones en voz baja, cuando se hace el silencio más absoluto en un lugar en el que un leve suspiro debe de retumbar como lo hace un trueno, el anciano se ausenta durante unos minutos. Nadie dice nada. Ni el guardia que permanece firme junto a la puerta, ni mi padre, ni yo. Nos quedamos ahí, de pie, cómo un piojo que no sabe ni que hace ni como ha llegado al pelo de un rico.
―Por aquí, por favor.
Avanzamos por el palacio. Tiene un montón de pasillos, de salas con puertas cerradas y de ventanales que dan a la plaza. Es abrumadora la manera en la que está decorado este sitio. En las calles de París las casas apenas tienen más que una chimenea para calentarse en invierno, una mesa y un par de sillas para comer. Pero aquí todo está cuidado al detalle. Algunas de las salas que atravesamos están cargadas de murales que simulan un cielo lleno de ángeles o de retratos de antiguos monarcas. Otras apenas son más que mármol blanco y columnas que no sostienen nada. Otras muchas están cubiertas de molduras y pinturas con motivos florares o con escenas de cacerías o batallas. Todo está lleno de bóvedas, de alfombras, de escaleras, y de lámparas gigantescas que cuelgan a gran altura con velas a medio derretir. Supongo que para los ricos, esto es elegante. ¿Cómo lo llaman ellos? Renacentista.
―Síganme.
La sala del trono no es especialmente grande. Cuadrada, envuelta en ventanales, con el suelo de madera y el techo pintado con esa ya clásica imagen de un cielo azul, nubes blancas y esponjosas, y ángeles que vigilan sin ropa. No sé si será oro de verdad. Nunca he visto el oro. En medio de la sala y sobre un escalón rojo hay cuatro tronos dispuestos el uno junto al otro. No parecen más que sillas con las patas y los reposabrazos tapizadas de azul oscuro.
El hombre que nos ha acompañado hasta aquí abandona la sala cerrando las puertas de la sala tras él. El rey, con su corona puesta y un conjunto de chaqueta, chaleco y pantalón (la clásica indumentaria del hombre rico también incluye medias blancas y zapatos brillantes), le observa hasta que desaparece. Entonces mueve un poco los pies, cubiertos con unos zapatos que tienen una gran solapa y una hebilla decorativa y cuadrada justo en el centro, como si buscara una postura más cómoda que la que tiene. Su esposa, la reina Victoria, está sentada a su lado. Rígida como si estuviera helada de frío y con las manos entrelazadas con dureza sobre su regazo. Lleva un bonito vestido granate y el pelo recogido con la ayuda de su corona, más pequeña y delicada que la de su esposo. Sentado a su lado está el príncipe Theodore. No se parece demasiado al rey. Tiene las mejillas caídas, la piel de un amarillo enfermizo, y los labios descompensados: El superior demasiado fino y el inferior demasiado grueso. El pelo, oscuro y ligeramente ondulado, cortado a ojo por encima de los hombros. Él también parece cuidadosamente impasible.
Mi padre carraspea. Luego hace una breve y torpe reverencia. Yo le observo, pero no le imito.
―¿No te inclinas ante tu padre? ―pregunta el rey. Su voz es envolvente, fría e impersonal.
―Mi padre está justo a mi lado, señor.
―¡Entonces arrodíllate ante tu rey!
Doy un respingo. De ahí, de entre las sombras, un hombrecillo de aspecto frágil y delicado da un par de pasos desafiante hacia delante. Ese hombrecillo que se ha creído con derecho a alzarme la voz, el que lleva los zapatos desgastados y la chaqueta pequeña con estampados estrambóticos, aprieta la mandíbula ligeramente nervioso. Mira al rey, de repente con la cabeza gacha, cómo un perro que acaba de hacer algo mal y espera una reprimenda, pero este permanece con el mismo gesto solemne con el que me ha dirigido sus primeras palabras. Miro a mi padre, que me hace un breve movimiento con la cabeza para que obedezca. Y lo hago. Flexiono un poco la rodilla y hago una reverencia. Entonces el rey suspira, cómo si no quisiera enfrentarse a esta conversación. Está bien, pienso, no tienes que hacer algo que no quieras. Yo tampoco quiero hacerlo. Podemos marcharnos y seguir con nuestras vidas.
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Sangre azul
Historical FictionParís, 1638, XVII. Gaby nunca ha dado un paso más allá de la verja que separa la plaza con palacio. Para ella el mundo que se erige a ese lado es desconocido y extraño. Gaby pertenece al bajo París, al de la podredumbre, las rameras y los borrachos...