Arienne descorre las cortinas, pero yo soy más rápida y me cubro con uno de los almohadones. Anna me arranca las sábanas y yo me hago un ovillo. Con los ojos cerrados y la sombra de un día que hace tiempo ha empezado intentado colarse a través de mis párpados, me doy cuenta de lo mucho que duermo ahora. Mi padre solía decir que solo los holgazanes duermen hasta que pueden hacerlo, los que no tienen trabajo ni nada hoArienneble que hacer. Supongo que tiene razón.
―Tiene dos cartas, señora―dice Arienne―. Una la ha traído un emisario esta mañana y la otra la he llevado escondida entre los pliegues de mi falda hasta que he atravesado todo París.
Me incorporo, y con los ojos aún hinchados reviso el cuarto:
―¿Dónde están? ―digo con voz ronca.
―En el baño.
Me levanto y troto hasta el cuarto contiguo. El ambiente está cargado de vapor caliente, y la única ventana que tiene chorrea. Justo en el centro hay una tina de bronce llena de agua humeante y junto a ella un taburete y dos cartas apiladas la una sobre la otra. No les quito la vista de encima mientras me quito la camisola y me meto con cuidado. Cuando me sumerjo, cojo una carta con cada mano y las miro. Una es de papel blanco y delicado, con el blasón de la casa real impreso en la cera. El otro está arrugado, supongo que por el camino, y no lleva sello. Dejo esta última en el taburete y abro la carta de papel impoluto.
Querida Gaby,
Uno de los guardias reales que nos custodia nos avisó hace días de que tu presentación en sociedad era inminente. Supongo que cuando esta carta llegue a tus manos ese día ya habrá pasado. Espero que estés bien, que no sientas pena o disgusto por lo que estás viviendo. Tú siempre has sido mejor que yo en ver el lado bueno de las cosas, así que estoy seguro de que si te esfuerzas un poco lograrás sacar algo bueno de esto. Seguro que lo hay.
Nosotros estamos bien. La casa que el rey nos asignó es tan grande que durante varios días nos perdimos por las estancias. Hay un par de sirvientes muy serios que apagan y encienden las velas, y aunque insistieron durante días en hacer las tareas de casa, nosotros declinamos la oferta todas las veces. Podemos hacer nuestra propia colada, elaborar nuestra propia comida y preparar nuestras camas para dormir. No somos niños, ¿verdad? Papá no deja de decirles que tenemos dos manos y dos brazos fuertes para hacer todo lo que hay que hacer para que una casa funcione. Ya sabes cómo es, se siente inútil cuando alguien se ofrece para ayudarle. Anciano, creo. Como aquella vez que se puso tan enfermo y teníamos que vestirle, ¿recuerdas? Ah, la casa tiene una biblioteca enorme llena de originales con los que jamás habría podido imaginar. ¿Lo sabías? Cuando la vi casi me caigo de espaldas. Aquí el aire que se respira parece limpiarte de fuera a dentro. Es una vida completamente distinta a la que se vive en París. Lo único que se escucha por las noches es el canto de las chicharras cuando hace mucho calor y el de los grillos cuando la noche es fresca. Además, hay una pequeña aldea a poca distancia de la casa, y papá y yo vamos cada miércoles a comprar hortalizas y leche a buen precio. Los guardias le tienen aprecio porque les hace bizcocho en cuanto puede. Papá te quiere, por cierto. Le he insistido en que transcribiría en una carta todo lo que quisiera decirte, pero cada vez que empapo la pluma en tinta se bloquea y no sabe que dictarme. Quizá debería enseñarle a escribir. Probablemente así te escribiría una carta él mismo y no diría solamente «dila que la quiero. Que tenga cuidado. Que la echamos de menos.» Te contaría que, a pesar de todo, está contento. Sabes que jamás hubiera querido dejar la panadería, pero él conoce la situación que estás viviendo y comprende que es por nuestra propia seguridad. Claro que también está preocupado. Le escucho rezar por las noches, y mira que papá nunca ha sido demasiado practicante.
Escribe, Gaby, estoy seguro de que le ayudará.
Besos y abrazos,
Opie.
Paso los dedos por la letra elegante y relajada de mi hermano. Luego me acerco la carta a la nariz, pero lo único que huelo es a papel y a tinta seca. Nada familiar. Nada que, durante unos instantes, pueda trasladarme a su lado. Aun así cierro los ojos y durante un instante los imagino en la cocina, en la biblioteca, de camino a esa aldea de la que hablan. Imagino las conversaciones que tendrán y la sombra de los árboles sobre su carro cargado de cosas. Su vida, continuando. Avanzando. Libre.
Doblo la carta en dos y la intercambio por la que no tiene sello. La letra es mucho más difusa, y en algunas partes la tinta está corrida. Aun así, aunque me cuesta por lo apiñada que está, reconozco la letra de Jac.
Querida Gaby,
Estaba ahí cuando saliste de palacio. Adrien, el resto de chicos y algunas de las chicas que habían querido acercarse a curiosear me acompañaron. No dejan de hablar de ti. Bueno, de la princesa bastarda, cómo te llaman ellas. Puedes estar tranquila, porque nadie de las personas que conoces te llegó a reconocer en la distancia. Sé que eso es importante para ti, pero también sé que tendrás que contárselo tarde o temprano o desaparecer para siempre de sus vidas. Las chicas no dejan de preguntarme dónde estás y porqué tu padre y Opie se han marchado. No sospechan, porque no creo que ninguna de ellas tenga la capacidad de imaginar algo cómo lo que está ocurriendo, pero saben que algo está pasando.
Espero que estés bien. Nunca has sido muy buena haciendo amigos, pero espero de verdad que encuentres a alguien confidente con quien poder compartir lo que sientes. Eres buena calando a la gente. Siempre lo has sido, así que estoy seguro de que sabrás rodearte de las personas correctas.
Espero tener noticias tuyas pronto.
Con cariño,
Jac.
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Sangre azul
Historical FictionParís, 1638, XVII. Gaby nunca ha dado un paso más allá de la verja que separa la plaza con palacio. Para ella el mundo que se erige a ese lado es desconocido y extraño. Gaby pertenece al bajo París, al de la podredumbre, las rameras y los borrachos...