Cuando abro los ojos Jac está ahí, tumbado boca abajo y durmiendo con la piel ligeramente brillante por el sudor. No es que haya dormido plácidamente durante toda la noche. No, nada de eso. Pero durante unas horas me he obligado a cerrar los ojos y a quedarme así. Boca arriba, con las manos entrelazadas sobre el pecho, que ha ascendido y descendido con cuidado durante toda la noche. Al final, por fuerza mayor, me he quedado dormida. Pero apenas la luz del día ha empezado a colarse por la ventana, he vuelto a abrirlos. Y ahora aquí estoy, mirándole, cómo me hubiera gustado observar a Philip antes de que se marchara. Busco algo en mi interior, pero a pesar de que esta imagen es íntima y dulce, no encuentro nada. Sigo sintiendo que las piezas de mi corazón se disgregan por todo mi pecho. Paso mi dedo índice por una vieja cicatriz de su hombro que yo misma le cosí. ¿Podría amarle? Cuando todo esto terminara, ¿podría decirle que nos fuéramos? ¿Qué lo abandonara todo? Tomo aire, pero tengo la sensación de que mis pulmones no se llenan del todo.
Con cuidado de no despertarle, paso por encima de él, y mientras me pongo el vestido me miro al espejo. Me pregunto si las chicas reconocerían lo que ha ocurrido con solo ver mi rostro. Según ellas puede hacerse. Se puede ver. Pero yo solo me veo a mí, solo veo a Gaby. ¿O no?
Cuando abro la puerta, con cautela para que la madera no chirríe, me topo con una visita inesperada. Ahí, de pie, con ese vestido de dama que le mandé hacer, frente a la puerta y a punto de llamar, Arienne me observa entre contrariada, confundida y avergonzada. Hace semanas que no le pido que envíe una carta para Jac, así que, ¿qué hace aquí? Cuando me vuelvo y veo cómo se incorpora frotándose la cara, lo comprendo. El chico trabajador e interesante del que hablaba Arienne, ese con el que apenas había podido hablar. Y no sé si es que ahora mismo no puedo llegar a sentir nada, pero precisamente es nada lo que asola mi pecho cuando les veo intercambiar una mirada fugaz.
―Gaby―dice Jac―, espera.
Clavo la vista en la de Arienne y, después de tragar saliva, murmullo:
―Lo siento.
Y sin decir una sola palabra, bajo a toda prisa. Jac no me sigue, lo cual agradezco. No es una buena idea. Cuando la gente escapa lo mejor es dejar que huya. ¿Para qué seguirla? Lu, subido a un taburete, cepilla a mi montura.
―Es un animal precioso, Gaby. ¿De dónde lo has sacado?
Mientras le pongo la montura, murmullo con la voz ligeramente tomada:
―No puedes decirle a nadie que he estado aquí. ¿Lo prometes?
Él, con esos enormes ojos azules, asiente.
―¿Entonces no vas a decirme de dónde has sacado al caballo? ¿Es del mismo sitio de dónde has sacado el vestido?
Niego con la cabeza.
―Si me guardas el secreto te enviaré un potro. Para que lo críes como tuyo. Jac te dejará tenerlo aquí. Pero no puedes decírselo a nadie, Lu, ni siquiera a tu madre―digo mientras cuelo los dedos entre los dientes del caballo para que acepte el filete―. ¿Cómo lo quieres?
―¿Lo prometes?
―Lo prometo. Dime, ¿cómo lo quieres?
―Negro, cómo yo.
―Muy bien.
―Y que sea terco. Que no se deje domar fácilmente―cuando me subo le da un par de palmaditas en el cuello para despedirse―. Esos son los mejores, ¿no crees?
Asiento, y tras revolverle el pelo desde mi montura, echo a trotar. Aunque es temprano las calles comienzan a llenarse de gente, así que tengo que avanzar lo más rápido posible hasta llegar a palacio. Estoy preparada. Para el rey. Para Enzo. Para Jarvis. Para Anna. Para sus sermones sobre la seguridad. Para sus disculpas por no haberme dicho la verdad. Pero cuando abandono mi caballo en la plaza y acudo al encuentro de Enzo, que me espera en la entrada con las puertas abiertas y las manos entrelazadas en la espalda, este no dice nada respecto a mi escapada. Solo dice:
―Es hora de que te despidas de tu rey, Gaby.
Así que, sin pronunciar una sola palabra, atravesando un palacio que ya tiene ese silencio fúnebre, subimos a la planta superior y esperamos a que su médico salga con gesto preocupado para entrar. Yo, claro, Enzo se queda fuera. ¿Se despedirá Enzo del que ha sido su protegido durante años? Puede que ya lo haya hecho.
Durante un instante me quedo ahí, de pie, sin saber qué es lo que voy a decir. La persona que está tendida sobre esa enorme cama me ha destrozado la vida. Es el ser más cínico y engreído que he conocido jamás. ¿Por qué debería de tener un par de palabras amables o consideradas con él? ¿Por qué está a punto de morir? Tenemos la costumbre de convertir hasta al más diablo en un simple ángel que ha tropezado en algún camino tortuoso que la vida le ha llevado a recorrer cuando su vida está a punto de expirar. El problema es que el rey ha tomado cada una de sus decisiones de manera cuidada y calculadora. Atravieso la sala y ocupo la silla que ya hay preparada junto a él. No creo que reciba muchas más visitas a parte de mí. No creo que quiera recibir a Theodore. Quizá, por muy improbable que parezca, quiera compartir unas últimas palabras con su esposa.
―¿Y ahora qué?―murmullo.
Parece consumido, como si hubiera cumplido veinte años de una sola vez. El rey parpadea muy despacio.
―Supongo que esto se acaba.
―Supongo.
El rey no dice nada. Con las manos entrelazadas en el pecho, respira con dificultad.
―¿Cuál era su plan exactamente, mi rey?
―Bueno...―se toma su tiempo para continuar― Sabía que Theodore no iba a renunciar a su derecho de sangre, así que he estado intentando asesinarle durante este tiempo. Resulta que es bastante complicado matar a los bastardos, visto lo visto. Si todo hubiera salido cómo debiera, él habría muerto, y tú hubieras reinado.
―Casada.
Me mira un instante.
―Si te lo hubiera dicho te hubieras negado, pero ya fue bastante difícil que te aceptaran cómo bastarda. ¿Crees que hubiera sido sencillo hacer reina a una mujer sin un hombre de apoyo a su lado? ¿Soltera?
Me dispongo a marcharme, pero el rey separa las manos y la levanta débilmente para que me quede.
―Isabelle era débil de espíritu. Era frágil, una flor en invierno. Ella amaba con todo su corazón al joven Marsac, pero él... Bueno, él solo hizo lo que creía mejor para su familia. Se comprometieron, pero varios meses después vino a la corte y me advirtió de que iba a cancelar el compromiso porque no la amaba. Ella lo escuchó y se quitó la vida. Cuando tú apareciste, guiado por la culpa, llegamos al trato de que llegado el momento os casaríais.
El rey tose.
―No sé si te quiere. Sólo sé que no quería a Isabelle.
―Debo irme.
Y sin esperar a su respuesta, me levanto.
―El destino es el destino, Gaby. No se puede escapar de él.
―Quizá sí.
Y sin decir nada más, me marcho de la habitación.
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Sangre azul
Historical FictionParís, 1638, XVII. Gaby nunca ha dado un paso más allá de la verja que separa la plaza con palacio. Para ella el mundo que se erige a ese lado es desconocido y extraño. Gaby pertenece al bajo París, al de la podredumbre, las rameras y los borrachos...