Capítulo 8

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Cuando llegamos Jac está en la puerta de la panadería, dibujando pequeños círculos con las botas y levantando el polvo. Cuando nos ve emite un leve suspiro aliviado, y yo pienso en qué es lo que habrá imaginado durante todo este tiempo, desde que la guardia le dijo que me buscaban hasta que me ha visto doblar la esquina. Quizá creía que iba a entrar en palacio y no iba a volver a salir. O que mi cuerpo iba a colgar, a varios metros del suelo, de una horca al amanecer. O que permanecería el resto de mi vida en una celda mugrosa de la Bastilla. Si es así no creo que me lo diga nunca.

―Pasa Jac, pasa.

Mi padre siempre le ha tenido aprecio. Nos criamos juntos, a apenas unas casas de distancia. Además, no me ha delatado a la guardia. Claro que eso nunca se me hubiera pasado por la cabeza. Que me señalara con el dedo. No. Imposible.

Preparo té mientras mi padre le cuenta lo que ha ocurrido a Jac y a Opie, que dormía la siesta y que se ha despertado de un salto al escuchar la puerta abrirse. Se ha precipitado escaleras abajo y ha empezado a interrogarnos sobre dónde estábamos y el motivo por el qué no habíamos avisado de que íbamos a salir. Es como una mosca, rondando todo el rato a nuestro alrededor hasta que mi padre le hace callar con una palmada.

De niña tropecé en el tejado del establo mientras Jac y yo jugábamos. Resbalé y luego caí de espaldas contra el suelo. Durante unos largos segundos, no pude respirar por mucho que lo intentase. Esa es la sensación que tengo desde que he salido de palacio. Que no puedo respirar. Que por mucho que me zarandeen por los hombros no voy a poder hacerlo en, al menos, un rato más. Estoy ahí, apoyada en la encimera, con una losa invisible que no permite que mis pulmones se expandan del todo, mirando por la ventana, mientras las voces de los chicos llegan a mí distorsionadas y lejanas, cómo si las escuchara detrás de una puerta.

Opie no puede evitar un grito exaltado que me hace despertar un poco. Una buena oportunidad, me dijo hace unos días, solo hay que ser paciente y esperar una buena oportunidad. Bueno, supongo que no podría haber siquiera imaginado una mejor que esta. Un billete a la estratosfera de la sociedad. Con los ojos brillantes y una sonrisa descolgada y bobalicona, escucha el relato con las manos temblorosas, casi sin poder creerlo. Ni siquiera yo puedo hacerlo todavía. Me gustaría abofetearle, en realidad, para que durante un instante se ponga en mi lugar. Claro que seguramente, si lo hace, piense que he tenido incluso más suerte que él. Él odia este sitio. Odia el París que existe y crece junto al Sena. Y puede que no sea el mejor lugar en el que vivir, pero es mi sitio. Y fuera de él, ¿qué soy?

―Vale. Vale, vale, vale...―Opie se levanta y da un par de vueltas por la sala. Mira cada uno de nuestros rostros y los estudia durante unos segundos antes de pasar al siguiente―¿Y a qué vienen esas caras tan largas? ¿Dónde está el problema en todo esto?

―El problema es que no quiero esto, cabeza hueca.

―¿Por qué no?

―Tu hermana tendrá que trasladarse a palacio tarde o temprano, Opie. Probablemente no la veremos en semanas. Quizá meses.

―Pero eso es algo natural, papá. Si Gaby se hubiera casado también hubiera pasado mucho tiempo antes de que fuéramos a visitarla. Es como si el polluelo abandonara el nido para hacer su propio nido... Solo que esta vez es un nido monstruoso, elegante, y repleto de oro. Dime Gaby, ¿por qué no? ¿Qué tiene de malo convertirte de repente en la princesa perdida que Francia necesita para que un horrible, horrible y horrible español ocupe el trono?

No respondo, y no porque no tenga razones. Tengo muchas, pero ahora mismo mi cabeza es un embudo con una salida muy pequeña y la información se filtra muy despacio. Quizá a él no le importaría abandonar todo lo que quiere. El lugar en el que se ha criado, las personas que le han cuidado y educado. Lo está deseando, es verdad. Le encantaría coger un barco (si no se mareara) y cruzar el mundo y no volver en meses o años. Si subiera un escalón en la sociedad se mudaría a una casa más bonita en una calle más tranquila, vestiría mejor y probablemente no pasaría por aquí si la ocasión no fuera especial. Pero yo no soy así. Me asfixio al imaginar que tengo la obligación de conocer cómo funciona el resto del mundo. Un mundo que no conozco. Un mundo mucho más grande y extenso que el mío: Una pequeña porción de París que va desde el mercado de Les Halles hasta la casa de Dempsey Lena.

―¿Por qué no te vas? ―murmulla Jac con la mirada perdida en su taza.

―No... Es tarde para eso, y el rey se ha cuidado de advertirme.

―Si quieres irte vete―dice mi padre, cogiéndome de la mano―, nosotros podremos arreglárnoslas con lo que ocurra después.

―¿Vais a dejar la panadería? ¿Esconderos también? ¿Durante cuánto tiempo?

―El necesario.

―No podéis esconderos eternamente―digo usando sus mismas palabras.

Si lo hiciera, si cogiera un caballo y echara a galopar hacia una frontera o hacia un barco que me llevara lejos de aquí, probablemente sería el acto más egoísta que he hecho nunca. Ya no solo buscarían y perseguirían a mi padre y a mi hermano para averiguar dónde estoy. También preguntarían a la gente sobre mí, ofrecerían algunas monedas por un nombre, y terminarían por llegar a Jac y las chicas. ¿Y entonces qué? ¿Ellos también tendrían que abandonar sus vidas solo porque yo me he negado a las exigencias de mi rey? No.

―No puedo irme.

―¿Y entonces?

Respiro con torpeza, como si me costara. Aún siento esa losa de piedra que me aprisiona el pecho.

―Entoncesnada―murmullo, consciente de que no tengo opción.    

Sangre azulDonde viven las historias. Descúbrelo ahora