Capítulo 45

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―Lottie y yo nos criamos juntas. Era hija de una de las chicas de Dempsey Lena y durante años habló con el acento inglés que su madre nunca pudo disimular. Llegó a Francia siendo una adolescente, escapando de quién sabe qué. Cuando ella murió, lo fue perdiendo poco a poco hasta que desapareció por completo. Los clientes la llamaban Lottie la inglesa, luego...―me encojo de hombros. Estoy hablando y ni siquiera sé por qué lo hago. Tengo la voz rota y sueno cómo una niña al borde de las lágrimas. De nuevo―Simplemente Lottie.

La observo. Supongo que después de todo no fue una mala idea que nos acompañara una pequeña división de guardias hasta el invernadero. Inteligente de Enzo. Él siempre parece ir un paso por delante de todos, incluso sin que él lo sepa. Imagino lo bizarro que hubiera sido trasladar a Lottie entre Philip, Enzo y yo. Seguramente su cuerpo se nos habría resbalado entre las manos y el peso nos hubiera hecho tropezar un par de veces. Pero allí estaban, un grupo de hombres uniformados, mudos y ciegos ante lo que no creen de su importancia, y a los que no les ha importado hundirse en el barro para llevar a una puta muerta y abandonada en la orilla del río hasta palacio. Ahora reposa sobre una de las mesas dónde comen los sirvientes. Patty, a la que he reconocido en la oscuridad, nos ha asaltado sin quererlo cuando entrábamos. Ella siempre hace el turno de noche, dado nuestros últimos encuentros, y ha sido su idea que la trasladáramos hasta allí. Porque claro, era del todo imposible que reposara en el comedor real, bajo una bóveda pintada de oro puro y envuelto en ventanales y frescos que simulan un cielo azul lleno de ángeles. «A la reina le daría un ataque si lo descubriera.» Eso ha dicho. Así que ahora, en un pequeño cuarto sin ventanas y con las velas encendidas amontonándose por todas partes, contemplo su cuerpo inerte. Veo sus botas, desgastadas por el tiempo, con el cuero moldeado a sus pies. Veo sus medias manchadas de barro, su vestido de un amarillo pálido deshilachado y sucio por en los bajos. La herida desagradable de su cuello, abierto en dos. La sangre seca rodeándola. Los labios amoratados, como aquel día que un mercader extranjero pagó sus servicios con moras y nos manchamos mientras las comíamos con las manos. Las mejillas, sin color, pese al colorete que siempre se echaba. Y los ojos abiertos, sin ese brillo de vida y picardía que siempre tenía.

―Es mi culpa―murmullo al fin en un intento de que asumir mi responsabilidad en esto me arranque el dolor que siento.

―No, no lo es.

―Yo la obligué a seguir trabajando para el cardenal.

Philip roza sus dedos con los míos, pero antes de que pueda tomarme la mano alargo la mano y sostengo sus dedos, fríos. Congelados, a decir verdad. Engarrotados como dos garras. Sin poder evitarlo imagino el modo en que pudo acabar allí tirada, cómo si no fuera más que un deshecho. Quizá el cardenal la mandó una carta para que se reunieran allí. Quizá tenían alguna especie de día en concreto en el que se veían e intercambiaban información-dinero. No lo sé. Esos detalles nunca llegaron a importarme. Yo solo quería que Lottie le mintiera y le dijera que no me había visto si lo había hecho, y probablemente se enteró. No hay nadie que mienta mejor que una puta y, aun así, el cardenal lo descubrió.

Sufrió. No sé durante cuánto tiempo se ahogó en su propia sangre, pero sé que le dolió. Y quién sabe en lo que pensó en ese instante en el que veía escapar su vida. Quizá imaginó cómo todo hubiera continuado si no hubiera traicionado al cardenal. Quizá me maldijo, a mí y a mi suerte, por hacerla hacer lo que hizo. O quizá pensó en las chicas, en la casa de Dempsey. En su dormitorio. En los cojines que se llevó de palacio para decorar su cama. En su hogar. Al fin y al cabo el hogar es al lugar al que todos queremos regresar cuando termina el día.

Respiro profundamente, sintiendo aún en el margen de los ojos las lágrimas secas que me han asolado durante todo el camino. He intentado mantener el control en el carruaje, con el cuerpo de Lottie tendido sobre mí, con los labios y los dedos temblándome con violencia. Lo he conseguido. Desde que he salido del invernadero hasta que he llegado a palacio no he derramado una sola lágrima. Luego, cuando la han trasladado, me he encerrado y me he vuelto a derrumbar. No he salido hasta estar segura de que no iba a volver a echarme a llorar. Ahora siento cómo, a pesar de querer hacerlo, no me quedan lágrimas.

Sangre azulDonde viven las historias. Descúbrelo ahora