XXXIX

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De una canasta empieza a sacar varios contenedores. Elevo mis cejas, completamente sorprendida de la cantidad de comida. Acomoda todo en el espacio entre nosotros.

De manera distraída y en silencio, viéndolo acomodar los platos, acaricié dónde sé, están mis iniciales bordadas.

—¿Tú preparaste todo esto?

—Petunia me ayudó.

Asiento y agarro una fresa de un cuenco de cristal. «Mmm. Dulce».

—¿Cómo conseguiste las fotos? —expreso la duda que tengo desde que vi el detalle.

—Emilia las trajo. —Volví a asentir, tomando otra fresa—. No sabía que seguías conservando tu departamento en Zitla.

Me encogí de hombros.

—No le vi caso a venderlo cuando encontré tan excelente lugar donde quedarme en la ciudad.

Walter soltó una carcajada, echando su cabeza hacia atrás; sus ojos se achicaron y varias arrugas se extendieron a su alrededor. Los rayos del sol, esos que lograban traspasar a los árboles detrás de nosotros, daban en su cabello, haciéndolo ver más rubio de lo que realmente es.

Al tranquilizar su arranque de risa, me miró.

—Entonces no planeabas mudarte.

Sonreí. No fue una pregunta, pero aun así contesté.

—¿Y decirle adiós a la deliciosa comida de Petunia y a que estoy a costas de los servicios que tú pagas? —bromeé, pero algo me decía que no lo hacía por eso, porque una voz diminuta en el fondo de mi cabeza, agregaba que también me negaba a buscar un lugar, por la compañía de cierta persona.

La sonrisa de Walter se ensanchó, haciéndolo lucir más joven, y sus ojos grizulados se volvieron más azules que gris. Brillaban de una forma que nunca había visto. Se le veía demasiado tranquilo, y me pregunté si era por el lugar o por mi presencia.

—Hora de comer, señorita Rodríguez.

Me pasa un plato y tres cubiertos envueltos en una servilleta. Le sonrío.

—Gracias, señorito Reed.

La comida estuvo bastante buena, había mucho de donde elegir; la llevamos entre risas mientras le contaba la historia detrás de cada fotografía colgada, charlamos de cosas triviales, aunque era más por mi parte, él se limitaba a escuchar y, de vez en cuando, soltar unos cuantos comentarios para seguir la conversación.

Una vez que terminamos de comer hasta que, al menos, mi estómago doliera por tanta cantidad, le ayudé a guardar las cosas en la canasta, siendo su turno de llevar las riendas de la charla, no me opuse a saber algo que no está en la internet.

Me contó un poco de su infancia, de cómo sus padres lo desplazaban por el trabajo, por eso se hizo tan cercano a la dulce Petunia, que velaba por su bienestar.

Cuando Cirilo nació, fue uno de los mejores días de su vida, me cuenta, porque por fin dejó de estar solo. Tenía con quien jugar, aunque Amadeus fuera un bebé. Pero, bueno, para ese entonces Walter tenía dos años, tampoco podía jugar muchas cosas.

Ambos forjaron un lazo muy fuerte, y sus padres le pusieron más atención al ser ya dos. Y cuando llegó Verónica, se convirtió en la princesa de todos. Ninguno quería dejarla sola; podría decirse que ella unió a la familia.

Los tres se llevan de maravilla, yo misma lo he podido confirmar, y todo fue gracias al desplante que sus padres tuvieron con Walter cuando apenas era un niño.

¿Enamorados? Imposible (Les amoureux #1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora