LXVIII

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Walter.



Puedo escuchar los murmullos de las personas abajo, a Helena tratando de controlar todo el escándalo en el que se ha convertido la fiesta y al abuelo Fermín gritando mi nombre en medio de muchos improperios más.

Nadie puede culparlo por meterme en la lista de idiotas. Ni siquiera por ponerme en primer lugar.

Me alegra sentir a mi pierna adormecida, quiere decir que aún soy capaz de sentir algo. No soy tan insensible como todos allá abajo piensan. Mi mandíbula está tan tensa que temo abrirla y que caiga. 

Esto era justo lo que quería evitar al pedirle que nos fuéramos, solo necesitaba más tiempo para convencer a Alison de callarse... o enviarla a kilómetros de nosotros.

Afuera sigue lloviendo a cántaros. Los rayos iluminan los cielos y los truenos estremecen mis sentidos. He visto la batalla que se libra allá afuera, mientras yo peleo con otras cosas acá dentro.

Soy un cobarde escondido detrás de la barda de la escalinata. No pude y no puedo soportar las miradas juzgadoras de los invitados como si conocieran todo lo que sucedió.

Bajo la mirada a mi rodilla, donde se encuentra mi mano con el anillo que me gustaba tanto mirar en su dedo. Los momentos de esa noche no dejan de atormentarme. No, no necesitaba tiempo para convencer a Alison de guardar el secreto, lo que necesitaba era tener los pantalones de decirle todo antes, a solas. Tuve que hacer un escándalo de esto que pudo haber terminado diferente; pude haber intentado hacer que se quedara  a mi lado.

Cierro mis ojos, recargando la parte de atrás de mi cabeza en la barda. ¿Con qué derecho la tendría que haber retenido a mi lado?

Si tan solo le hubiera preguntado a ella todas mis dudas antes de creerle a la víbora de Alison. Si tan solo no me hubiera dejado cegar por los celos y el orgullo.

—El hubiera no existe —murmuré imaginando un escenario diferente. Uno en donde aún todo estuviera viento en popa. Dónde la fiesta terminó bien y estuviéramos de camino a Las Vegas para contraer matrimonio.

Pero esa falsa realidad se ve opacada por la imagen real. No puedo sacar de mi mente como fue que se marchó de esa forma, con tres hombres detrás de ella, como una escolta de la reina. No miró a nadie, no se derrumbó, solo caminó a la puerta y desapareció.

No tardé mucho en reconocerlo  cuando se lanzó a los brazos del señor, como si fuera su escudo personal. Con ellos había hablado antes para que formaran parte de la revista. Qué idiota fui al no preguntarle el apellido; pero al ser un antiguo amigo de mis padres, no le veía caso, lo importante era conocer al modelo, que también siguió a Christina y me veía como si quisiera estrellar mi cabeza en cada escalón de la escalera.

«Un chico de ojos verdes», susurra mi conciencia, como si tuviéramos que echarle más arena al costal sobre mis hombros.

—¡No pienso irme!

Apreté más mis párpados. Por unos segundos olvidé toda la conmoción allá abajo.

«Deja de ser un cobarde y enfrenta tus errores».

Con una gran bocanada de aire me pongo de pie y me armo de valor para girar y observar a todos. Los invitados que quedan dentro del salón de eventos voltean hacia mi dirección, guardando silencio.

Hay tantas emociones en los rostros de todos: asco, ira, decepción, tristeza y, como no, alegría disfrazada de empatía son unas que logro distinguir.

¿Enamorados? Imposible (Les amoureux #1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora